El sacerdote toledano Casimiro Sánchez Aliseda[1] comienza a narrarnos el martirio de la Legión Tebana con la descripción del famoso cuadro pintado por el Greco, titulado El martirio de San Mauricio (1580-1582).

«En un primer plano, hacia la derecha, nos salen al encuentro los oficiales de la Legión Tebana[2]. Destacándose su figura en el fino gesto de su mano con un dedo en alto, san Mauricio, el caudillo de la tropa “rebelde”. En conversación con él, hablando con las manos, ya que no pueden hacerlo con las palabras, los otros oficiales que sostuvieran la resistencia: Exuperio, Cándido y Víctor. Un niño, siempre los pajecillos en sus lienzos, sostiene un yelmo, porque todas las figuras aparecen destocadas. Y a la derecha del protagonista, un grupo de cabezas que, en este caso, hablan con los ojos, atentos al diálogo de sus jefes.

Todo es aquí contenido, sereno, helénico, salvo en las nerviosas piernas desnudas de estos soldados que parecen arder. Porque la llama es más bien interior, y el agitarse de los espíritus está expresado con música de fondo, en ese flamear de la amplia bandera carmesí, en las lanzas erectas y en el cielo atormentado que los cobija.

Con más intencionalidad, en la escena de la izquierda, disimuladamente descrita en todo su horror de carnicería. Allí está el tormento como esquivado en su representación somera; pero allí está a la vez la clave para entender el coloquio de las cuatro figuras principales y adivinar su heroísmo y santidad.

Aunque la santidad nos la explica mejor la escena de arriba. Porque Domenico Theotocopuli gusta de establecer zonas contrapuestas: la terrenal, en que recoge el hecho y anécdota, y la sobrenatural, donde un coro de ángeles músicos y una pareja de ángeles con palmas y coronas, aparte de hacer del lienzo un maravilloso poema cromático, nos dicen que aquellos mílites no son héroes de Homero, sino mártires cristianos.

En esta obra, que puede clasificarse entre las mejores de El Greco, palpita un poderoso acento sentimental, si bien, su autor, transido de brisas clásicas, ha querido diluir la emoción del conjunto, desparramándola en los colores insólitos -azules y amarillos- nunca vistos en él, y en su opulencia decorativa.

El Cretense, con esta composición de su primera época española, quiso ofrecer a Felipe II, que se la encargaba en 1579 para una de las capillas de El Escorial, una prueba de sus posibilidades de gran artista, por encima de todos los “manierismos”. Mas el lienzo, dice el padre Sigüenza[3], “no contentó al monarca”, y no llegó a ser colocado nunca en la capilla, pasando a las salas capitulares, donde todavía se exhibe. El rey, en cierto modo, tenía razón porque el cuadro, por su asimetría y lo tripartito de la composición, no es devocional, aunque capte maravillosamente la psicología de los personajes y narre las tres fases del tema. Lo cierto es que Theotocópuli cobró los 800 ducados del contrato, y se volvió a Toledo. Nunca Felipe II hizo mejor servicio a la Ciudad Imperial.

El joven artista encendió ya entonces la controversia. “Dicen (que el cuadro) es de mucho arte, y que su autor sabe mucho, y se ven cosas excelentes de su mano”, vuelve a anotar el padre Sigüenza. El artista, para vengarse de sus émulos, firmó su obra en una hoja de papel que muerde una víbora, alusión patente a los envidiosos».

Si he traído aquí -sigue diciendo Sánchez Aliseda- al pintor cretense, es porque ha popularizado con aquel lienzo que no gustó a Felipe II, el martirio de san Mauricio y sus compañeros.

Pues, lo que el Greco expresó con sus pinceles, lo narra en una prosa llena de colorido el obispo de Lyon, san Euquero, muerto a mediados del siglo V. Este santo es el autor de la “passio” de san Mauricio y la Legión Tebana, donde pretendió recoger las tradiciones orales “para salvar del olvido las acciones de estos mártires”.

Aunque cita testigos de su relato, ninguno de ellos puede ser contemporáneo, ni siquiera a través de terceros, de los hechos que narra, por haber transcurrido un hiato de siglo y medio.

Diocleciano había asociado a su Imperio a Maximiano Hércules. Ambos, feroces enemigos del nombre cristiano, decretaron la última y la más terrible de las persecuciones.

Maximiano hubo de acudir a las Galias para reprimir un intento de sublevación de aquellos pueblos, y entre las tropas que reunió se encontraba la Legión Tebana, procedente de Egipto y toda compuesta de cristianos. Al ir a incorporarse a su destino, Mauricio, comandante de dicha legión, visita en Roma al papa Marcelo. Llegados a Octadura, la actual Martigny en el Valais, junto a los desfiladeros de los Alpes suizos, Maximiano ordena un sacrificio a los dioses para impetrar su protección en la campaña que pensaba emprender.

Los componentes de la Legión Tebana rehúsan sacrificar, apartándose del resto del ejército y yendo a acampar a Agauna, entre las montañas y el Ródano, no lejos del lado oriental del lago Lemán.

Maximiano monta en cólera cuando conoce el motivo de la deserción, dando orden de que los legionarios rebeldes sean diezmados y pasados a espada. Los sobrevivientes se reafirman en su fe y se animan a sufrir todos los tormentos antes que renegar de la verdadera religión.

Maximiano, cruel más que una bestia feroz, ordena diezmar por segunda vez a los soldados cristianos. Mientras se lleva a cabo la orden imperial, el resto de los tebanos se exhortan mutuamente a perseverar, sostenidos por sus jefes: Mauricio, a quien el narrador llama primicerius, o comandante en jefe de la legión, aunque en la terminología castrense romana no designara tal nombre esa función; Exuperio, campidoctor (término equivalente a lo que hoy llamaríamos un oficial de menor graduación) y Cándido, senator militum, también oficial. Encendidos con tales exhortaciones de sus jefes y oficiales, los soldados envían una delegación a Maximiano para exponerle su resolución.

[San Mauricio en la columna de la Stma. Trinidad en Olomouc, en la República Checa].

Al describir tales incidentes, Euquero pone en las bocas de los protagonistas largos discursos, a la manera de Tito Livio y los historiadores clásicos. Los legionarios tebanos declaran que no pueden faltar al juramento prestado a Dios. Que obedecerán al emperador siempre que su fe no se lo impida, y que si determina hacerlos perecer, renuncian a defenderse, como tampoco lo hicieron sus camaradas, cuya suerte no temen seguir.

Viéndoles tan obstinados, Maximiano envía a sus tropas contra ellos, dejándose degollar como mansos corderos. Corren arroyos de sangre como jamás se viera en las más cruentas batallas.

Víctor, veterano licenciado de otra legión, pasa casualmente por el lugar del suceso, mientras los verdugos festejaban su crueldad. Inquiere la causa, y al informarse, lamenta no haber podido acompañar a sus hermanos en la fe. Entonces los verdugos le sacrifican juntamente con los demás.

Según Euquero, toda la Legión Tebana, compuesta de 6.600 soldados, fue pasada por las armas, si bien de entre tantos mártires sólo se conoce el nombre de Mauricio, Exuperio, Cándido y Víctor. “Los restantes nombres, que nosotros ignoramos, están inscritos en el libro de la vida”.

Resulta improbable que los soldados martirizados fuesen 6.600, pues esta era la cifra teórica de los hombres de una legión, que por aquellas fechas se reducía en la práctica al millar de combatientes. Sea lo que fuere de estos detalles, lo que no cabe dudar es que, a finales del siglo III, ocurrió en Agauna un martirio colectivo de soldados cristianos, hecatombe de la que existen casos parecidos, como los cuarenta mártires de Sebaste.

¿Procedían aquellos soldados de la Tebaida egipcia? Bien pudiera ser, aunque los legionarios tebanos no estuvieran normalmente de guarnición en la región del Valais. No veamos en ellos un puro simbolismo, como si hubieran sido calificados de tebanos por ser la Tebaida la tierra clásica de santos y ermitaños del primitivo cristianismo.

Acerca de los nombres de los oficiales que nos ha transmitido Euquero, corresponden perfectamente a soldados de entonces, y no hay por qué dudar de su autenticidad. Mauricio significa negro (moro), Cándido, blanco; Exuperio, levantado en alto, y Víctor, victorioso.

Ya en el siglo IX, la fiesta de san Mauricio y de sus compañeros mártires de la Legio felix Agaunensis era celebrada en Roma y en toda la cristiandad. Merece destacarse el hecho de que el ceremonial de la coronación de los emperadores, compuesto hacia el siglo XI, determina que el Papa corone al emperador en la basílica de San Pedro, en el altar de San Mauricio, invocando su protección sobre el Ejército “romano y teutónico”.

Según refiere el citado Euquero, fue san Teodoro, obispo del Valais, quien hizo exhumar los restos de los mártires tebanos, levantando en su honor una pequeña basílica, de la cual se han encontrado huellas en excavaciones efectuadas en el pasado siglo, como también de otros santuarios levantados en aquellos parajes.

Los mártires de la Legión Tebana fueron venerados por todas partes, y de ellos hay reliquias en infinidad de iglesias, como en Viena, San Cugat del Valles, El Escorial, en la catedral de Toledo, etc. En Francia sesenta y dos municipios llevan el nombre de Saint-Maurice.

Hasta las armas de este santo fueron objeto de veneración. Carlos Martel quiso servirse de la lanza de san Mauricio y de su morrión cuando presentó batalla a los sarracenos en Poitiers. Los duques de Saboya, en cuyo territorio está comprendido el lugar de su martirio, llevaron siempre el anillo de este santo como una de las más preciosas señales de su soberanía.

También hay una orden militar, fundada en 1434 por Amadeo VIII, primer duque de Saboya, que está encomendada a san Mauricio, gran protector de esta casa. Carlos Manuel la refundó posteriormente como Orden de San Lázaro. La Orden del Toisón de Oro le tiene igualmente por patrono, lo que explicaría la devoción que le profesaba Felipe II

 

[1] Año Cristiano, tomo III (julio-septiembre), pág. 758ss (Madrid 1959). Corresponde al número 185 de la Biblioteca de Autores Cristianos.

[2] Como señalábamos en la nota de los santos Adventor, Octavio y Solutor de Turín, la Legión Tebana famosa por su bravura y sus éxitos, estaba acantonada en Tebas (Egipto) antes de ser trasladada a Aelia Capitolina, la actual Jerusalén, donde tres de sus principales oficiales, Mauricio, Exuperio y Cándido, fueron convertidos al cristianismo por el obispo Himeneo.

[3] José (Martínez) de Espinosa, más conocido como fray José de Sigüenza (1544-1606), habitualmente citado como padre Sigüenza, fue un historiador, poeta y teólogo español a caballo entre los siglos XVI y XVII. Fue testigo de los hechos que dejó consignado en su obra Fundación del monasterio de El Escorial por Felipe II (1963), pág. 517.