Sobre la humildad de San José
“Enséñanos, José, cómo se es “no protagonista”. Cómo se trabaja sin exhibirse, cómo se avanza sin pisotear, cómo se colabora sin mangonear, cómo se ama sin reclamar. Dinos cómo se vive siendo número dos, cómo se hacen las cosas fenomenales dentro de un segundo puesto. Dinos cómo la inmensa mayoría de nosotros tenemos que ocupar esos segundos lugares, en los que está nuestra verdadera y oculta grandeza. Dinos cómo se vive una elegancia siendo “no importante”, convéncenos de que se puede y se debe ser útil, fiel, efectivo… hasta héroe, siendo “no importante”. Explícanos cómo se es grande sin exhibirse, cómo se lucha sin aplauso, cómo se avanza sin publicidad, cómo se persevera y se muere uno sin esperanza de que le hagan un homenaje. José, que no perteneciste a ninguna directiva, ni a ninguna comisión organizadora, ¿querrías explicarnos cómo desarrollaste al máximo las posibilidades de tu personalidad, cómo te “realizaste” allí en tu taller, sin angustias vitales, sin vacíos de tu yo? ¿Cómo se hace, José, para ser útil, positivo, generoso, sin necesidad de ser importante? Y, todavía más difícil, ¿cómo se hace para darlo todo sin ser protagonista y a pesar de ello sentir dentro una paz y una felicidad profundas?”.
San José es el “hombre cero”: El hombre que se deja manejar por la matemática mano de Dios, para que Él lo coloque a la derecha o a la izquierda, de modo que este modesto hombre de Dios valga lo que Dios quiera hacerle valer. Todos sabemos qué valor más grande alcanza un cero cuando viene detrás de siete, ocho o nueve ceros anteriores precedido por otro guarismo de mayor dimensión. No es otro el secreto de San José que supo hacer de su vida un infinito, resultando divinamente útil con su cero bien puesto.
José es también una sombra. Cuando el sol llega al cenit, la sombra también desaparece, como hizo el carpintero. Cuando el Señor apareció y quiso ocupar el puesto importante en la familia, él entregó todo. Entrega su honra. Aquella dolorosa entrega de si debía abandonar o no a la mujer con la que prometiera virginidad costosa. Entrega su casa modesta pero “suya”, que ha preparado con esfuerzo y mimo, y en lugar de esta tiene una molesta, sucia denigrante cueva y un establo. Mezcla sus lágrimas con la sangre de la circuncisión, y él, él mismo, es el destinado a hacer sangre, ¡a sacar la primera sangre a Dios! Sufre cuando en la Purificación oye al viejo Simeón anunciar una espada para su Mujer a la que tanto ama. Huye al destierro, teme la cólera de Arquelao, y pierde al Niño en Jerusalén.
José es en definitiva, un hombre que vive entre los hombres y sufre como los hombres, al menos exteriormente. ¿Dónde está su secreto y su fuerza? En el único sitio donde se puede encontrar: El Señor es mi Roca y mi Fortaleza. La Voluntad de Dios convierte su zozobra ante el aparente adulterio, en gozo infinito y paz tranquilizadora. El establo le regala al Hijo de Dios y los primeros cantos de los ángeles. José da gloria al Señor; se acomoda a esa gloria del Señor, no quiere otra cosa más que la pura gloria de Dios, y por eso tiene paz. Se siente amado en la cruz y en la luz y es el hombre que, como un niño, sabe abandonarse en los brazos del Padre. Provoca la primera sangre de Jesús pero sabe que esa Sangre le purifica a él mismo y a los demás. Y así sucesivamente, y por la fe su dolor se convierte en gozo. Pidamos a este Patriarca de la fe, a este hombre de la entrega sin condiciones, a este corazón puro, saber contemplar a Dios, hallar a Dios, gozar a Dios en las circunstancias aparentemente más dificultosas.
Otro punto de meditación muy provechoso para nosotros: Ver cómo Dios paga los pequeños esfuerzos humanos con regalos divinos.
El “hombre cero”, el hombre “no importante”, fue trascendental para nuestra Redención. Su trabajo alimentaba y sostenía a Dios. Sus palabras educaban a Dios. Su presencia confortaba al Niño y a la Madre. Aquel a quien la multitud de profetas y reyes desearon contemplar y oír; Aquella a la que siglos y siglos con sus rugosas manos apretaron entre sueños de ilusión, la Mujer predestinada, viene a estar con José y con su familia. Él les llevará consigo. Él les besará y será besado. Serán “suyos”.
Los apóstoles estuvieron tres años con Jesús. José treinta. ¡Para él fueron treinta años de la vida total del VERBO! ¡Ah vivir en Dios y para Dios, como él! Este es el poder de la fe: En cada casa, el padre y la madre sois sacerdotes y señores de la Iglesia doméstica. No lo olvidéis: “El que hace guardia a su señor, será glorificado” (Prov. 17,18). “Dios lo constituyó señor de su casa” (Salmo 104,21), y él fue el siervo fiel y prudente constituido por su señor sobre su familia” (Mt 24,45).
José es el hombre que guarda consigo y hace fructificar el Pan que todos nosotros comeremos en la Eucaristía diaria. La Iglesia ha escrito un bellísimo motete al Santísimo Sacramento donde dice: “Ave, verdadero Cuerpo, nacido de María la Virgen...". Lo que no pensamos es que ese Cuerpo se hizo con el pan que ganaba San José. Otro José - el perseguido y envidiado por sus hermanos (Gen 37) - acumuló el pan material para los siete años de hambre que iban a llegar a Egipto. San José guardaba para el mundo «el Pan vivo bajado del cielo»: Aquel guardó el trigo; este guardó el Pan de la Vida», dice San Bernardo; y «no solo para los egipcios el pan de la vida corporal, sino para todos los elegidos el pan del cielo». A cualquiera se le ofrecerá, como consideración derivada de estas ideas sobre el pan de José, el ministro de Egipto, y José, el padre de Jesús, la reflexión sobre si su trabajo, su afán diario, es naturalista o sobrenaturalista, sobre si desea para sí y para su familia pan de cielo o pan de la tierra.
¿Por qué y para qué trabajamos? Vales lo que vale tu amor, lo que vale tu ideal. Tu trabajo es agua de un río que desde la montaña baja y alegra al valle. Tu sudor es fuerza, y puede convertirse - basta que pongas sobre él la fe en Dios - en fortaleza de Dios. Tu cansancio es - debe ser - descanso para otros, y será también descanso eterno para nosotros en brazos de Dios. El trabajo es amor, y por eso es tesón, y por eso es sacrificio valioso que va haciendo crecer al Cuerpo Místico.
Algo tan aparentemente fácil, tan cotidiano, tan vulgar como una Misa: Unas palabras rituales, unas acciones siempre repetidas, verifican la transustanciación. Un trabajo de todos los días (lo de todos los días; los minutos iguales, monótonos, que pasan sin ruido, y producen en ocasiones impresión de perder el tiempo), se convierten en oro sangriento de Dios. No es triste la siembra si se espera a la lluvia temprana y al fruto lozano: «los que siembran entre lágrimas, cantarán al segar» (Salmo 125). Solo quien carece de ideal puede amargarse en él trabajo de cada día. El que hace Iglesia, el que golpea sobre el yunque del tiempo con el martillo del amor, da siempre besos de Dios a las cosas y las convierte en milagro. Trabajar es amar. José en cada cosa que realiza verifica un hecho religioso. Glorifica a Dios, conserva a Dios. ¡Qué maravilla!