6. PRISIONERO DE CRISTO
Él había dudado..., pero Jesucristo, que nunca abandona, le hizo ver claro en tanta oscuridad como había en aquella celda, en aquella cárcel, en su corazón... Por Navidades, Carlos María recibió un paquete de Friburgo. Se lo enviaba aquella que hacía unos años le hizo sufrir penas de amor y dudas vocacionales... Le enviaba un paquete... y aquel regalo encerraba la luz, de la cual nos dice el Evangelio que no se puede esconder, ni poner debajo de la cama... Aquello se constituía en la respuesta alentadora del Señor. Era un cíngulo, por medio del cual el sacerdote se ciñe el alba, con unas letras cuidadosamente bordadas en las que se leía: Vinctus Christi, prisionero de Cristo. Ella, sin saberlo, respondía a Carlos. Ella era el instrumento a través del cual Carlos María veía claro; apesadumbrando por sus dudas, renacía en él, por fin, la alegría. Sentía crecer dentro de sí las fuerzas para sobrellevar todo lo que Dios quisiera colocar sobre sus hombros:
Señor, si Tú lo quieres, yo estoy dispuesto; te ofrezco lo que más quiero, si Tú lo quieres. Déjame permanecer junto a Ti y seguir tus caminos. Yo no quiero otra cosa.
El alma del joven diácono estaba preparada para los duros combates que le esperaban. Se dictó prisión preventiva contra Leisner. Le habían encerrado por un simple comentario contra el intocable Führer. Sin embargo, esa era la excusa... La Gestapo le necesitaba fuera de la circulación, pues era un elemento peligroso, alterador del orden establecido.
La esperanza de libertad no se cumple. En febrero de 1940 fue trasladado al Hospital de prisioneros de Mannheim. Desde aquí, por propuesta de la dirección de la Gestapo de Karlsruhe, fue transferido al campo de concentración de Sachsenhausen[1].
Sachsenhausen era sinónimo de condena a muerte. Es ahora cuando su cheque en blanco se convertirá en entrega generosa y total. Un grupo de las S.S. pone manos a la obra para el transporte. Todos deben desvestirse completamente, enfundarse en unos trajes grotescos y meter los pies en zuecos de madera, dejarse cortar íntegramente el pelo, y recibir un número de registro, que borrará para siempre su nombre y su personalidad.
Leisner es ahora solamente el número 22.356. "El pueblo alemán os ha expulsado de sí", les dicen al recibirlos, "habéis perdido todos vuestros derechos".
Irrumpe el temor por la existencia, el desencadenamiento de los instintos, un cuadro de aflicciones y de lamentos frente al cual, después de la guerra, todo el mundo se indignará.
Los sacerdotes pasan todos al llamado "campo de castigo" y tienen que ejecutar trabajos forzados bajo condiciones doblemente difíciles, recibiendo un ínfimo sustento. Son aislados severamente del resto del campamento.
Carlos María anda entre los demás prisioneros, terriblemente maltratados, como un sol resplandeciente. Parece como si todas esas cosas terribles ya no le pudieran afectar. Él busca la manera de ayudar, consolar, levantar el ánimo, contentar, de defenderse contra la psicosis del campo de concentración.
¿De dónde toma él esas fuerzas maravillosas? ¿Qué es lo que hace que brillen alegremente sus ojos en la aflicción y en la miseria? ¿Acaso tiene esperanza de que será puesto en libertad? Nada de eso constituye su secreto. Este se halla en las dos letras de la palabra sí. Leisner da lo suyo. La Madre de Dios no se deja, por su parte, aventajar en magnanimidad. Se empieza a palpitar el verdadero amor a la cruz. Él mismo utiliza la palabra holocaustum, que viene a significar: “víctima por la juventud alemana”.
Pero antes de seguir el curso de los acontecimientos, hacemos referencia al testimonio del obispo polaco Mons. Kazimierz Majdanski y a su obra Un obispo en los campos de exterminio[2].
Kazimierz Majdanski, acabados sus estudios de bachillerato, ingresó en el Seminario de Wloclawek, donde el 7 de noviembre de 1939, poco después de la ocupación de Polonia por las tropas de Hitler, es arrestado junto con todos los alumnos y profesores presentes en el Seminario. Es deportado sucesivamente a los lagern de Sachsenhausen y Dachau, permaneciendo en este último hasta el 29 de abril de 1945, en que es liberado por las fuerzas aliadas. Se ordena sacerdote en París ese mismo año. Juan XXIII lo nombra en 1952 obispo auxiliar de Wloclawek y Juan Pablo II, en 1979, lo designa obispo de la diócesis de Szcecin-Kamién.
En varias ocasiones, nos habla de su relación con Carlos María Leisner. Mons. Kazimierz conoció a Leisner cuando al llegar a Sachsenhausen fue llevado, junto con el resto de prisioneros, al registro.
“Los encargados -dice- son también prisioneros. Me encuentro ante un muchacho alemán. Con buen aire, decidido y tranquilo, me mira amistosamente a través de sus gafas. Al conocer que soy seminarista me dice que él es diácono: -Me llamo Karl Leisner. No pude imaginar entonces que yo sería testigo en el proceso de su beatificación”.
En otro momento de su autobiografía hablando de los “testigos de Cristo”, en una concisa letanía de nombres, al citar a Carlos María afirma:
“Por ser el único seminarista en el grupo de los eclesiásticos alemanes, se encontraba solo en cierto sentido, pero sabía superar este sentimiento. Atlético, tenaz y devoto, en la capilla de Sachsenhausen estaba siempre junto al altar. Era la imagen viviente de las palabras de San Pablo: Trabaja conmigo como buen soldado de Cristo Jesús (2Tim 2,3)”.
Sobre estas líneas, san Juan Pablo II junto al obispo Majdanski
[1] El campo de concentración de Sachsenhausen se construyó en las cercanías de Oranienburg, en una región pantanosa plantada de pinos, a treinta kilómetros al norte de Berlín. El campo tenía una extensión de 18 hectáreas. Estaba compuesto por un total de 78 barracones alrededor de la plaza central.
Carlos María Leisner permaneció en dicho campo de concentración desde marzo de 1940 hasta el 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada, y fue trasladado definitivamente al campo de concentración de Dachau.
Heinrich Himmler, el rostro del terror nazi, organizador de los campos de concentración, colocó en las barracas de Sachsenhausen en agosto de 1939 la siguiente inscripción: “Hay un camino hacia la libertad. Sus hitos se llaman: obediencia, aplicación, honestidad, orden, limpieza, sobriedad, franqueza, sentido del sacrificio y amor a la patria”. La realidad era otra muy distinta.
[2] Kazimierz MAJDANSKI, Un obispo en los campos de exterminio. Historia de una fidelidad (Madrid 1991).