“Un letrado se acercó a Jesús y le preguntó: ¿Qué mandamiento es el primero de todos?. Respondió Jesús: El primero es: Escucha, Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor; amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.”  (Mc 12, 28-31)

Una de las muchas trampas que han acechado -y a veces cazado- a los católicos en estos años del posconcilio, ha sido la de intentar separar el amor a Dios del amor al prójimo. Durante un tiempo, se presentó el amor a Dios como competidor del amor al hombre, e incluso se llegó a decir que si se amaba al prójimo por amor a Dios, en el fondo no se amaba al prójimo. De este modo se intentó cercenar la raíz del amor, la motivación religiosa. Sin otro motivo que el del amar al hombre por el hombre, pronto ese amor languideció, empezando por dejar de amar a aquellos que no eran “amables”: los enemigos, los antipáticos, los que son de otro país, de otra cultura o de otra religión.

En cambio, los que han resistido la prueba, han visto fortalecido su amor al prójimo, porque cuando el motivo humano para amar ya no era suficiente, estaba aún el enorme caudal del motivo divino. Si no haces las cosas por él -nos dice Dios, refiriéndose al prójimo-, hazlas por mí. Se trata, pues, de comprender que sólo hay un mandamiento: el del amor. Y que este mandamiento único tiene dos dimensiones inseparables: Dios y el hombre. No se puede amar al primero sin amar al segundo y viceversa. Pero el amor a Dios precede al amor al hombre, pues es su raíz, su alimento, su continua fuente de renovación. El amor al hombre, por el contrario, es la prueba de que nuestro amor a Dios es verdadero y no sólo una teoría retórica.