Y llegó el día de Caín. Ya sé que estoy en Roma. Es la primera vez que a ella llego con la inmensa emoción de siglos de fe de mis mayores que, por libérrima gracia de Dios, ha germinado también en mí por encima y a pesar de mis pecados. Llego a mi vieja patria, a la que mis padres y mis abuelos amaron tanto que la quisieron todavía más que a la suya propia. Por la que combatieron y por la que se arruinaron, pues no peleaban las batallas de España sino las de Dios.
Uno de mis grandes reyes, «aquel que en su vuelo sin segundo / debajo de sus alas tuvo al mundo», dijo que su verdadera patria era aquella donde mejor pudiera rezar. Y los españoles supimos siempre, desde los tiempos apostólicos, que no se podía rezar de espaldas a Roma.
A Roma miraban mis mártires de las persecuciones imperiales y por ella morían. Ciertamente a manos de sus prefectos, pero, sobre todo, por amor y fidelidad a una religión que llegaba de Roma. De Roma fueron hijos fidelísimos y amantísimos mis santos obispos visigodos, que son tantos que casi podría decirse que entonces no se podía ser obispo sin ser santo. Por Roma lucharon mis reyes de la Reconquista que querían una España católica y no musulmana y mis mártires de Córdoba morían en el suplicio porque Roma les había enseñado el camino del cielo. Por Roma vinimos a Trento y fuimos a Lepanto. Y combatimos a Lutero. Y como dijo nuestro gran Menéndez Pelayo dimos a Roma cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía. Fue el descubrimiento, la evangelización y la civilización de América. Por Roma, por el Papa de Roma prisionero y no solo por nuestra independencia amenazada, odiamos a Napoleón y lo derrotamos…
Soy ciudadano romano. Lo digo con santo orgullo. Porque no lo debo al hecho fortuito del nacimiento, que está al alcance de cualquiera, sino a la fe, al sacrificio, a la entrega y al heroísmo de mi patria que quiso ser, ante todo y, sobre todo, hija de Roma. Y no de la magnífica Roma pagana, que también lo fue, sino de esa otra mucho más sublime, redimida por la sangre del Hijo de Dios, que la hizo sede de su Vicario en la tierra.
Aquí, junto a las tumbas de Pedro y de Pablo, ante el Coliseo donde los primeros mártires enseñaron a mis gentes que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres, cueste lo que cueste, aunque sea la vida, vengo a deciros, no con la arrogancia del «Yo más» paulino que cabe ante los enemigos pero no con los hermanos, pero sí con la inmensa satisfacción de una herencia gloriosa, que en un año, en menos de un año, en seis meses, mi patria, España, dio a la Iglesia más santos que en toda una historia llena de santos. Más santos que en toda la historia de los santos del mundo.
Donde triunfó el comunismo, y aquí es preciso aclarar que cuando decimos comunismo no nos referimos exclusivamente al partido comunista por que la barbarie en España la desataron sobre todo socialistas y anarquistas, aunque sus postulados coincidían en gran parte o totalmente con los del comunismo, hasta el extremo que retratos de Lenin y Stalin presidían sus concentraciones y fue grito común en ellos el ¡viva Rusia! Donde el comunismo triunfa la religión católica es el enemigo a batir. ¡Qué digo a batir, a eliminar! Y damos a la palabra eliminar su más exacto sentido.
Las cifras son aterradoras y excusan todo comentario. Fueron asesinados trece obispos, siete mil sacerdotes, casi trescientas monjas y miles y miles de seglares. Por odio a Dios y a la religión. Nunca se conoció nada igual en ningún país del mundo. Hubo diócesis, Barbastro, por ejemplo, en la que apenas quedó un solo sacerdote. Y me dicen que el actual obispo de aquella mínima diócesis, mínima por la extensión y por el número de sus habitantes que no por la gloria que supieron escribir en el libro de los cielos, me dicen que el obispo ha permitido que se arrancara la lápida que recordaba sus nombres.
Nunca estuve en Barbastro y, por tanto, no pude verla. Pero recuerdo otra, interminable, encabezada por el obispo auxiliar, que se encuentra, todavía, en el bellísimo claustro de la catedral de Tarragona. La vi con asombro. Hoy lamento no haberla leído de rodillas pues esos nombres eran una letanía de santos que, día a día, calmaban las iras de Dios por los pecados de España y las tornaban en paternales miradas de benevolencia y amor.
Los mártires de 1936. Los innumerables mártires de 1936. Padres de familia asesinados junto a una cuneta porque creían en Dios y amaban a España. Religiosas asesinadas salvajemente, con extremos de crueldad inenarrables… Muchos recordareis aquella hermosa película que fue Diálogo de carmelitas.
Aun las personas de menor sensibilidad sentían un nudo en la garganta al ver a las monjas subir los peldaños de la guillotina, al encuentro definitivo con el esposo, cantando. Pues igual las nueve hermanas carmelitas de la Caridad que ejercían su labor educativa y docente en el colegio-asilo de Cullera.
«Llegadas al lugar del suplicio, a una de ellas, anciana de setenta y tres años, le propusieron salvarse abandonando al resto de la comunidad.
-No, yo iré a donde vaya la madre, aunque sea a la muerte. Instantes más tarde las religiosas estaban apiñadas junto a la superiora y ésta sacó arrestos para entonar el himno eucarístico, y que todas le siguieron. Vio morir a sus ocho encomendadas con entereza de vírgenes cristianas y sucumbió ella a las halas con el postrer consuelo de ver consumada gallardamente su misión como carmelita y como superiora» (Montero: Historia de la persecución religiosa en España).