Hay quienes dicen que son ateos, es decir, que no creen en Dios, aunque en el fondo, incluso los que se confiesan ateos creen, por lo menos en Dios; no tantos, en la divinidad de Jesús, y normalmente apenas conocen lo fundamental de la fe cristiana. Perder la fe en Dios de manera radical no es tan fácil. En el fondo hay un tendencia hacia Dios.
Agnósticos, se declaran bastantes, aunque muchos, sobre todo jovencitos, no acaban de saber bien en qué consiste ser agnóstico, aunque se parecen bastante al ateo; piensan que lo sobrenatural no se puede demostrar y lo reducen todo a lo fenomenológico y relativo como dice la Real Academia de la lengua.
De ambas actitudes espero hablar en el próximo artículo, citando textos de grandes científicos como Ramón y Cajal, Kepler, Newton, Einsten, Darwin y unos cuantos más.
Cristianos no practicantes ciertamente hay muchos; más que ateos o agnósticos; son creyentes pero no son coherente con lo que creen.
Recuerdo a este propósito que en una entrevista que me hicieron en televisión, me preguntó el entrevistador qué opinión tenía de los que dicen que son católicos pero no practican; le contesté: cuando yo era torero... y me interrumpió.
- No me diga, Sr. obispo, que usted era torero.
- Sí, le respondí; pero eso era antes de ser sacerdote, claro.
- Bueno, bueno, ya seguiremos hablando del obispo torero cuando acabemos este tema.
- Con mucho gusto, aunque lo podemos tratar ahora muy brevemente: Yo era torero, pero no practicante.
A carcajada limpia; casi no pudimos continuar la entrevista.
Respecto a los ateos y agnósticos, digo que a mis seis o siete años, la existencia de Dios la veía como la cosa más evidente del mundo. Cuando mi madre ponía una clueca, yo señalaba en el calendario que teníamos colgado de la pared, el día en que iban a salir los polluelos. Recuerdo que eran 21 días. El día señalado iba visitando el lugar donde la gallina estaba incubando, hasta que veía cómo los pollitos iban picoteando las cáscaras, poquito a poco, hasta que salían. Y pensaba: ¿cómo es posible que el huevo que unos día antes servía para hacer una tortilla, se convierta en un pollito con ojos, oídos, patitas y que corriesen atendiendo a la llamada de la gallina cuando encontraba algo que ellos podían tomar? Sólo faltaba la palabra de mi madre que me decía: ¡qué sabio y qué poderoso es el Señor! Y no sólo estos pollitos, sino todos los pollitos del mundo y todas las plantas y todos los animales, y las estrellas y el sol...
Por eso decía que “veo” al Señor desde muy pequeño. Me es imposible no creer.
Recuerdo también que mi maestro nos hablaba del orden de la naturaleza: en el organismo humano, y en el de los animales. Nos ponía un ejemplo. Vamos a ver, nos decía; con unas tijeras cortamos todas las letras de la enciclopedia, una a una. (Qué bien, dijo uno; así no podremos estudiar). Cada uno mete en una cestita todas las letras de su enciclopedia y al salir a la calle las vais echando al suelo, uno detrás de otro. ¿Se ordenarán las letras de manera que aparezcan las 30 enciclopedias, una tras otra? Y la pregunta: ¿Qué es más difícil, que se ordenen las letras de las enciclopedias o que ordenen todas las plantas de manera que la higuera no produzca tomates, ni el manzano, melones, ni el pino calabazas? Es incomprensible que haya quien piense que el mundo se ha hecho y se está haciendo solo.
Por eso dijo San Pablo: "Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad, de forma que son inexcusables; jactándose de sabios se volvieron estúpidos" (Rom. 1, 20-22).
Recordemos que no hay peor ciego que el que no quiere ver.
En el próximo artículo pondré testimonios de grandes científicos acerca de lo que opinan sobre Dios; los que he dicho antes y unos cuantos más. Les diría, como los locutores de televisión: no se lo pierdan.
José Gea