[Si el lunes y el martes posteriores al domingo de Pentecostés hay una gran concurrencia de fieles a la misa, aunque sea ya tiempo ordinario, en vez de la misa de feria, se puede celebrar la de Pentecostés o la del Espíritu Santo]
El Espíritu del Señor llena la Tierra y, como da consistencia al universo, no ignora ningún sonido. Aleluya (Sab 1,7).
El Espíritu Santo está presente en todas las cosas y gracias a Él la creación toda es consistente, sin Él se hundiría el Universo en la nada. Él conoce todo, conoce todas las necesidades. Conoce todo lo nuestro.

En la celebración, no solamente es necesaria su acción para que no se quede en una mera acción humana que se dice sólo a sí misma y para sí misma. Es que todos los elementos naturales que intervienen en ella son aptos para la acción litúrgica gracias a su presencia en todo lo creado.

El Espíritu que lo conoce todo, que nos conoce hasta lo más hondo, "conoce lo íntimo de Dios" (1Cor 2,11) y es el que nos hace conocer a Cristo, al Sumo y Eterno Sacerdote, y, aunque no le oímos, hace que escuchemos la Palabra Eterna del Padre no como simples sonidos/palabras humanos, sino como Palabra divina. El Espíritu que lo conoce todo no se da a conocer a sí mismo directamente, "no habla de sí mismo" (Jn 14,17). No es de extrañar que no pueda el mundo recibirlo, "porque no le ve ni le conoce" (Jn 14,17).

Los que creen en Cristo, en cambio, conocen a quien en ellos mora. Y un lugar  privilegiado, para conocer al Espíritu en su silencio, es la liturgia. En ella, escuchamos la Palabra que Él ha inspirado; somos testigos de su acción en los sacramentos; palpamos en la oración los gemidos inefables con que ora en nosotros; nos lleva a cantar con un canto nuevo.