Se llenaron todos de Espíritu Santo, y hablaban de las maravillas de Dios. Aleluya (Hch 2,4.11).
La comunión hace que la unión del creyente con Cristo crezca: "Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él" (Jn 6,56). Y, al unirnos más estrechamente a Cristo, lo hacemos también con todo aquello a lo que Él está unido. De una manera especial, esta unión lo es con las otras dos divinas personas. La antífona de este día de Pentecostés hace que resuene en el momento de la comunión el misterio celebrado este día y la dimensión pneumática de la Eucaristía.

Pero así como la comunión al unirnos a Cristo nos une al Espíritu Santo, así el don del Espíritu, su soplo, su impulso, es el que aviva en nosotros las brasas del amor a la Eucaristía, el apetito de alimentarnos de ella y abre nuestra capacidad de asimilación para que sea más y más fructuosa la comunión.

Y también abre nuestros labios para que hablemos de las maravillas de Dios. La maravilla de nuestra redención, del misterio pascual que se hace presente y actual en la celebración, pues la Eucaristía es memorial sacrificial de Cristo.
Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención (LG 3).
Cuanto más llenos de Espíritu Santo, más expresivas serán nuestras celebraciones, más gozosos y unánimes los cantos y la oración, más unión y amor mutuo entre los fieles, mayor fruto en caridad a los hombres y en compromiso en medio del mundo. Toda nuestra vida hablará de la maravilla eucarística, de la maravilla de la salvación que nos viene de Dios.