La ministra de Educación, la famosa Isabel Celáa, es madre de dos hijas, ya creciditas. Quizá se acuerde de la ilusión con que preparaba la cuna para ellas, antes de nacer; que las fue educando en principios, costumbres, y gestos según sus convicciones; que eligió para ellas el colegio privado que mejor le parecía, incluido el idioma inglés, naturalmente. Sin embargo, parece haber olvidado todo esto pues está segura de que «los hijos no pertenecen a los padres». No actuó de esta manera entonces, si bien hoy día es imposible pedir coherencia y a este tipo de políticos desmemoriados empeñados en imponer su ingeniería social.

¿El objetivo final?: configurar una sociedad de «familias», entendiendo por tales, cualquier ayuntamiento vital y sexual entre humanos o animales. Porque, según ellos, «la familia tradicional» fomenta la homofobia machista, impide el empoderamiento de la mujer y los valores igualitarios (Irene Montero dixit), transmite valores permanentes y peligrosos para un Gobierno-Estado dueño de sus súbditos, y forma ciudadanos críticos con un «gobiernos progresista» ajeno a la verdad y al bien común.

Por el contrario, en la familia (no hay más que una) se transmiten los principios universales y permanentes (el demonio para el Gobierno progresista); se quiere a cada miembro por quién es y no por su voto; se vive la solidaridad y espíritu de servicio (ausente en estos políticos autosuficientes y mentirosos); educa ciudadanos libres e iguales (peligrosos para el Gran Hermano). Y sobre todo, en la familia no desestructurada crece el sentido religioso de la vida, la vida de fe católica, y se alimenta el alma que solo es de Dios.

Misteriosamente en algo tiene razón la inefable madre de familia y ministra de su Educación, Isabel Celáa, y es que los hijos no pertenecen en sentido absoluto a los padres. Añadiendo que de ningún modo al Estado, tal como han pretendido todas las dictaduras a lo largo de la historia: los ejemplos se multiplican, como en el antiguo Egipcio, el pueblo azteca, la revolución rusa, los jóvenes maoístas o los jóvenes hitlerianos, la cuba de Castro, los fascistas italianos, o las juventudes franquistas, por no hablar de los esclavos en manos de los negreros norteamericanos y holandeses, portugueses e incluso españoles.  

Los padres con principios, y no digamos si tienen fe, saben que los hijos son un don de Dios y no un derecho suyo. Están agradecidos por esos hijos, se sienten responsables de sus vidas, defienden su integridad moral, y luchan para que los políticos inmorales no les roben el alma, y con ello la libertad y la felicidad. No se dejarán engañar por un Gobierno que emula a los emperadores romanos del pan y circo, cambiando ahora a sexo y televisión.

 Jesús Ortiz López