Este viernes tuvo lugar el traslado de los restos mortales del padre Fernando Huidobro (1903-1937), capellán legionario caído en el frente durante la guerra civil. Fueron reubicados en el claustro de la iglesia de San Francisco de Borja, donde ya reposaban desde 1958. Un piquete de honores de la Legión perteneciente a la IV Bandera Cristo de Lepanto, llegado desde Ceuta, le tributó los honores mientras se interpretaba La muerte no es el final (9:15-11:00), seguido del toque de oración.

Cuando comenzó la pandemia, en marzo de 2020, me encontraba en Málaga. Acababa de dar una de las dos conferencias que el arzobispo castrense, monseñor Juan del Río Martín (1947-2021) me pidió que diera en el curso de formación de capellanes castrenses que tiene lugar todos los años. Era el 10 de marzo de 2020. Para ello, utilicé este material de la hemeroteca:

Aunque se me pidió que hablara sobre la piedad popular en la vida castrense, también fui en calidad de ser el autor de un libro que me pidió escribir el propio arzobispo castrense y que titulé Bajo la bandera de Jesús.

Bajo-la-bandera-de-Jess_introducion.pdf (arzobispadocastrense.com)

A la hora de publicar el libro -que tenía un extenso apartado sobre capellanes castrenses en los altares, santos y beato, o en proceso de beatificación- se decidió que fuese solo para los soldados y para uso de la pastoral castrense. Entre aquellas vidas de los capellanes lógicamente estaba la del padre Huidobro. Son muchas las vidas escritas sobre este capellán de la Legión. La última la de Emilio Domínguez Díaz:

Padre Huidobro. Héroe de almas legionarias. - ReL (religionenlibertad.com)

Esta es la reseña que escribí para el primer proyecto de Bajo la bandera de Jesús.

SIERVO DE DIOS FERNANDO HUIDOBRO POLANCO (1903-1937)

Al atardecer del 10 de marzo de 1903 nace Fernando. Su padre, José de Huidobro y Ortiz de la Torre, era de Santander, lo mismo que su madre, María Polanco y Bustamante. Él, ingeniero de minas, ejercía en la Compañía Transatlántica. Su madre se dedicó por completo al cuidado y la educación de sus nueve hijos. De estos nueve hermanos, dos fueron ingenieros, dos militares muy destacados (uno de ellos, aviador, logró salvar la vida milagrosamente después de un accidente en la guerra), dos sacerdotes y dos hermanas que dedicaron su vida al servicio de Dios en las religiosas Esclavas.

Fue bautizado a los dos días de su nacimiento, en la parroquia de la Anunciación. La casa natal del santo estaba frente a la iglesia del Sagrado Corazón de los jesuitas, y esto contribuyó a que la familia tuviera una especial predilección y afecto por la Compañía de Jesús.

Fernando hizo su primera comunión el 23 de junio de 1911, en Melilla, donde la familia se trasladó al ser destinado su padre por encargo del marqués de Comillas, presidente de la Compañía Transatlántica, para dirigir la construcción del nuevo puerto en aquella ciudad principal del futuro protectorado español[1].

En diciembre de 1911 abandonaron Melilla y se establecieron en Madrid. Una vez allí, estudió en el colegio del Santo Ángel. Un día su madre fue al colegio para hablar con el director y éste le manifestó, además de las excelentes notas en sus estudios -sobresalientes y matrículas de honor-, que le hacían el mejor del colegio, las repetidas veces que Fernando se había dirigido al jefe de estudios para que no le pusieran a él siempre el primero, ya que los demás nunca podrían serlo.

Por este tiempo, sobrevino a la familia un luto inesperado. A principios de septiembre de 1916 muere su padre.

Un par de años antes de culminar sus estudios de bachiller, Fernando comenzó a comulgar semanalmente. Tal vez coincidió esta mayor insistencia en las prácticas de piedad con el fallecimiento de su padre, hecho que tan dolorosamente le afectó. Durante las vacaciones de 1917, en Santander, trató bastante con sus “vecinos” los padres jesuitas.

Llegó la Cuaresma de 1918. Cuatro meses más y Fernando obtendría el título de bachiller. Dos de sus hermanos mayores cursaban estudios militares. ¿Sería éste su camino? Algunas veces así se lo imaginó. Antes de tomar una decisión de tan sin igual importancia para su vida entera, a fin de pensarlo mejor, hizo los Ejercicios Espirituales de san Ignacio en la iglesia de los padres jesuitas de la calle de la Flor (incendiada y destruida en la fatídica fecha del 11 de mayo de 1931). Nunca los había hecho. Desde esa fecha ya comenzó a decir confidencialmente a su hermano Ignacio que pensaba hacerse jesuita. Para conocerlos mejor, estudió el último curso en un colegio de la Compañía. De las tres matrículas obtenidas, en las tres asignaturas que tenía, una la alcanzó en circunstancias bien ingeniosas.

Testimonio de un profesor[2]

Todavía no había sido aprobada mi tesis doctoral -afirma Miguel de Zuheros- cuando fui llamado por el eminente padre Mateo D’Arcy[3], rector del Instituto-Colegio de María Inmaculada y San Pedro Claver (conocido como Colegio de Areneros), solicitando mi colaboración en la empresa de organizar una universidad católica libre, a la manera de las existentes en Norteamérica.  Eran muy interesantes los proyectos del padre D’Arcy, que soñaba con una universidad que, sometiendo a sus alumnos, en calidad de libres, a la aprobación de las universidades del Estado, tendría una organización peculiar y practicaría la docencia con métodos diferentes de los habituales entonces en España.

Aunque el padre D’Arcy pensaba construir un edificio propio para esta universidad, creyó oportuno iniciar inmediatamente los cursos en Areneros, y por esta razón expliqué yo allí la cátedra que me asignó de Literatura Española. Una tremenda epidemia de gripe que asoló Madrid por entonces acabó con la vida del ilustre jesuita y puso fin a su interesante proyecto, obra personalísima suya, que no encontró continuadores después de su fallecimiento[4].

El trabajo de aquel curso es hoy día para mí uno de los más agradables recuerdos de mi juventud. Los alumnos de aquella clase consiguieron, examinándose como libres con el exigentísimo catedrático don Juan Hurtado, ganar tres matrículas de honor, de las cinco o seis que este profesor concedió a la totalidad de los alumnos libres de aquel año.

Allí conocí yo a Fernando Huidobro, del que he guardado siempre un recuerdo indeleble, pues no vacilo en afirmar que en mis muchos años de docencia no ha pasado por mis manos un alumno mejor dotado.

Aunque estudiaba el preparatorio universitario, parecía un niño todavía, con su pantalón corto, por su alegría bulliciosa y por aquella manera de andar como jugando, característica de los muchachos de cierta edad. Yo paseaba algunas veces con él a la salida de clase por los amplios corredores del I.C.A.I., hablando de sus lecturas y de los trabajos que le confié. Era sorprendente cómo podría un niño alegre ser a la vez tan serio y ponderado en su expresión. Invitándole yo un día a que se especializase ya desde el principio de la carrera en la investigación histórica literaria para la que le encontraba excepcionalmente dotado, me manifestó con cierta reserva y con una mirada dulce y penetrante, que nunca podré olvidar, que estaba decidido a ser sacerdote y profesar en la Compañía de Jesús. Creo que todos los alumnos de aquella clase conservan el recuerdo de Fernando Huidobro como el de un compañero excepcional, y seguramente no habrán olvidado el episodio que voy a contar para dar idea de la capacidad de aquel niño estudiante, simpático y jovial, que sentía a la vez con un rigor impropio de sus años el imperativo del deber.

Precisamente para iniciar los nuevos métodos no memorísticos de estudio que deseábamos implantar, encargué trabajos particulares de lectura y exposición a varios alumnos. Huidobro se mostraba muy interesado por el texto medieval de la Danza de la muerte y preparó, con elementos que yo le proporcioné, una conferencia sobre el interesante poema medieval. Dio la conferencia con proyecciones en las que exhibió las diversas ilustraciones que ha tenido la danza macabra desde las célebres de Holbein a los grabados de los pliegos de “colportage” de tipo popular. Expuso en esta conferencia, con una seguridad y desembarazo que impresionaron a su auditorio, cuanto entonces se sabía sobre el célebre texto medieval.

¡Cuán lejos estábamos de pensar que años después aquel edificio en el que trabajábamos había de ser incendiado por las turbas[5], y que por España se desencadenaría una inmensa y trágica danza de la muerte a la que habrían de ser cruelmente empujadas, como lo hacía la sarcástica muerte del poema, gentes de toda condición, desde el prelado hasta al menestral humilde![6]

 

[1] En 1909 se produjo una agresión de las tribus rifeñas a los trabajadores españoles de las minas de hierro del Rif, cercanas a Melilla, que dio lugar a la intervención del Ejército español. Por otra parte, las operaciones militares en el occidente marroquí (Yebala) ya habían empezado en 1911, con el Desembarco de Larache, lo que supuso la pacificación de gran parte de las zonas más violentas hasta el año 1914, intervalo de tiempo de lento progreso o estabilización de líneas que se prolongó hasta 1919 por causa del conflicto mundial de 1914-1919. Al año siguiente, tras la firma del Tratado de Fez, la zona norte marroquí fue adjudicada a España como Protectorado español de Marruecos.

[2] Miguel de Zuheros firma la tercera de ABC, del martes 30 de diciembre de 1958, con el título “Un recuerdo del padre Huidobro”. Comienza explicando que “recientemente y en estas mismas páginas de ABC trazaba Joaquín Arrarás una bella semblanza del padre Huidobro (S. J.), con ocasión del traslado de sus restos mortales desde el Colegio de Jesuitas, de Aranjuez, al atrio de la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en la calle de Serrano. La lectura de este artículo ha evocado en mí el recuerdo de los lejanos días en que Fernando Huidobro fue alumno mío en la cátedra de Literatura Española del año preparatorio de Derecho y Letras, que yo explicaba en el I.C.I. (Instituto Católico de Industrias) del paseo de Areneros”.

[3] El padre Mateo D´Arcy nació en Liverpool el 4 de mayo de 1880 y allí, en su ciudad natal, hizo sus primeros estudios. Se trasladó a Sevilla y se adaptó perfectamente al carácter y modo de ser español. Recién cumplidos los 14 años, ingresó en la Compañía de Jesús el 10 de julio de 1894, pasando los primeros años de su vida religiosa en el Colegio Noviciado de Granada. Hizo sus estudios en Innsbruck (Austria), donde se ordenó sacerdote y, vuelto a España, fue profesor de Teología en Murcia, Tortosa y en Barcelona. Posteriormente, fue nombrado rector de Sevilla donde rigió por dos años aquel Colegio. En julio de 1918 le encomendaron el rectorado del ICAI (Instituto Católico de Artes e Industrias) en franco auge tras el rectorado del P. García Polavieja. Resucitó una idea antigua poniendo en marcha los cimientos de una universidad libre en la que además de Filosofía y Letras y Derecho, estableció en el ICAI los cursos preparatorios de Ciencias Naturales, Ciencias Exactas, Medicina y Farmacia (100 años de Ingeniería (1908-2008). Rectores del ICAI, de la página web de la Universidad Pontificia de Comillas).

[4] Efectivamente, el plan era ambicioso y exigía, sobre todo, la creación de infraestructuras nuevas. No sabemos cómo hubiese evolucionado este proyecto que duró poco… La epidemia de gripe de 1918 acabó con la vida joven del P. D´Arcy y con  este proyecto ilusionado. El 15 de noviembre de 1919 falleció tras una violenta pulmonía.

[5] Zuheros se refiere a la quema de conventos del 11 de mayo de 1931, que en Madrid haría desaparecer entre otros, el edificio de los jesuitas de la calle de la Flor. El Gobierno Provisional de la República había consignado en su Estatuto: “El Gobierno Provisional hace pública su decisión de respetar de manera plena la conciencia individual mediante la libertad de creencias y cultos, sin que el Estado, en momento alguno, pueda prohibir al ciudadano la revelación de sus convicciones religiosas”. Por consiguiente, los católicos debían disfrutar de libertad para sus actuaciones religiosas y esto implicaba el respeto de sus edificios destinados al culto. Y nadie, sin mentir y calumniar, podrá decir que los católicos hubiesen provocado que, el 11 de mayo de 1931, fuesen quemadas y destruidas doscientas iglesias, en Madrid y en otras poblaciones.

En la Historia de la Cruzada Española  (vol. I págs. 307ss), se explican con detalle estas destrucciones; mas, para nuestro objeto, únicamente nos interesa reseñar que vinieron precedidas de unas reuniones en el Ateneo de Madrid y en la Logia masónica del barrio de Chamberí; que el Gobierno estuvo informado anticipadamente de su realización y no quiso evitarlas (en Consejo de Ministros, pronunció el señor Azaña aquella frase de que “todos los conventos no valían la vida de un republicano”). De manera que, a nuestro entender, al igual que en 1835 y en 1909, las fuerzas destructoras de los edificios religiosos fueron unas fuerzas bien disciplinadas y que cumplieron las órdenes o consignas recibidas. De hecho, por ejemplo, el diario Solidaridad Obrera de Barcelona publica el 23 de junio de 1931: “Aquí no se han quemado conventos porque la C.N.T. no quiso”; pero seguidamente anunciaba que, si las derechas ganaban las elecciones, “entonces hablarían las armas y las llamas iluminarían el cielo”.

[6] Miguel de Zuheros concluye el artículo: “No me sorprendió nada cuando llegó a mí la noticia de cuál era el comportamiento del padre Huidobro como capellán entre los soldados del frente, y al saber su muerte comprendí que Dios había querido premiar sus virtudes concediéndole aquella manera de morir abnegada y gloriosa, que fue para él un tránsito luminoso a la vida definitiva en la que su alma de excepción habrá encontrado su centro natural”.