Al igual que el cuerpo de Jesús, sujeto a la condición humana vulnerable, fue clavado a la cruz y sepultado, luego resucitado, así el cuerpo total de los fieles a Cristo ha sido clavado en la cruz con Él y “ya no vive” (Gal 2,19) En efecto, como Pablo indica, cada uno de nosotros no nos glorificaremos de nada si no es en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, que hizo de Pablo un crucificado para el mundo y el mundo para él. (Gal 6,14) (Orígenes. Comentario sobre San Juan 10,20)
La Iglesia es un ser vivo. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, vivo y resucitado. En este cuerpo, las personas somos similares a las células. Cada uno de nosotros hacemos posible que la Voluntad de Dios se haga presente en el mundo. Dicho esto, también es necesario tener muy presente que no todo es idílico en la vida del mundo. A veces las células enferman y generan problemas. Estas células enfermas pueden desarrollarse en cualquier parte del cuerpo, por lo que ninguno de nosotros estamos a salvo de poder enfermar espiritualmente y perder los vínculos de unidad que nos hacen sentirnos plenamente integrados en el gran organismo eclesial. Nadie está libre de caer, por muy relevante, sabio o rico que sea.
En los momentos en que vivimos, el cuerpo eclesial está enfermo por una gran diversidad de motivos. ¿Un ejemplo? AQUÍ pueden leer una entrevista a un ex-catequista que ha terminado por dejar la Iglesia, apostatar y definirse agnóstico. En la entrevista dice que antes era “Muy, muy creyente”. Se queja de haber sido olvidado, como sucede con muchos jóvenes al pasar a ser adultos. De ser el centro de todo, en pocos años dejan de ser importantes. Cuenta que cuando fue viniéndose abajo, no recibió ayuda.
El síntoma más evidente de esta enfermedad es que los católicos cada vez nos alejamos más los unos de los otros. La fe deja de ser una fuerza de unidad dentro de una comunidad, para ser únicamente una realidad socio-cultural. Para vivir, todo organismo necesita de sinergias entre sus células. Lazos de amistad, consideración y caridad. Un cuerpo no puede funcionar sin tener todas las células funcionando unas junto a otras. Cada célula necesita a las demás células que le rodean. Las sinergias hacen que uno y uno, sea más que dos. Cuando las sinergias desaparecen el organismo, el cuerpo se va debilitando poco a poco, hasta fallecer. Detrás de las enfermedades eclesiales siempre está el diablo, el gran separador, el gran mentiroso, el gran conspirador. El diablo juega con nosotros y lo hace con destreza.
En este ambiente tan complejo y disonante, es imprescindible no perder la esperanza. No dejar de esperar en Cristo. ¿Nos sentimos solos y olvidados? Recordemos a Cristo gritando: “Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” No encontramos esa comunidad que nos ayuda a elevar nuestro ser hasta Cristo, pero no por ello la fe deja de tener sentido. En ese momento es cuando más sentido tiene lo que creemos y en lo que confiamos. Si las fuerzas nos abandonan, oremos al Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo consigue que no nos rompamos internamente y externamente. En el texto que he compartido al inicio, Orígenes nos recuerda que el cuerpo del Señor fue torturado durante la pasión. Fue destrozado y llevado hasta el límite, antes de expirar y morir. A veces los católicos vemos que la Iglesia también es torturada desde dentro y fuera, hasta romperse. Nos parece que no prevalecerá y nos olvidamos de que nada somos sin esperanza.
Pero, el Señor resucitó y su cuerpo revivió glorificado. Las torturas dejaron huella, pero el cuerpo del Señor trascendió el dolor y las heridas. Muchas personas se alejan de la Iglesia y de la fe. Algunos apostatan. Otros simplemente deciden olvidar y vivir una vida sin verdaderas referencias en la fe. En el fondo, la pasión y muerte del Señor se repite constantemente en el cuerpo eclesial, pero siempre resucita de forma sorprendente. La Iglesia resucita en cada uno de nosotros, cuando aceptamos la cruz como parte de nuestra propia vida. Orígenes lo indica claramente en el pasaje con el que abro esta reflexión.
La resurrección sólo sucede tras la muerte en la cruz. Cualquier otra promesa de felicidad es un simple engaño para alejarnos y hacer que perdamos el camino. En los momentos más bajos y dolorosos, busquemos el consuelo que Cristo. Confiemos en Él y esperemos. Es decir abramos nuestro ser a la esperanza que el Espíritu Santo sopla en nosotros. Abramos la puerta cuando oigamos que el Señor nos llama.
Yo reprendo y disciplino a todos los que amo; sé, pues, celoso y arrepiéntete. He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor, le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono. (Ap 3, 19-21)
Dios nos ayude a abrir la puerta de nuestro ser. Sólo así, podremos sentarnos junto al Señor.