Es una lectura que recomiendo vivamente a Vds., -y no sólo, o estrictamente, por razones de tipo religioso-, la de la Biblia. Y me refiero en este caso, concretamente al Antiguo Testamento, y dentro de él al Pentateuco, formado, como sabrán Vds., por el Génesis, el Exodo, el Levítico, el Deuteronomio y los Números, los cuales narran la historia del mundo desde su creación hasta los primeros hitos de la conquista de Palestina por los israelitas en el s. XIII a.C..
Pues bien, para mi gran sorpresa, andaba yo enfrascado en el interesantísimo libro del Deuteronomio, cuando caí sobre el siguiente pasaje:
“Cuando te sucedan todas estas cosas, la bendición y la maldición que te he puesto delante, si las meditas en tu corazón en medio de todas las naciones donde Yahvé tu Dios te haya arrojado, si vuelves a Yahvé tu Dios, si escuchas su voz en todo lo que yo te mando hoy, tú y tus hijos, con todo tu corazón y con toda tu alma, Yahvé tu Dios cambiará tu suerte, tendrá piedad de ti, y te reunirá de nuevo de en medio de todos los pueblos por los que Yahvé tu Dios te haya dispersado. Aunque tus desterrados estén en el extremo de los cielos, de allí mismo te recogerá Yahvé tu Dios y vendrá a buscarte; y te llevará otra vez a la tierra que poseyeron tus padres, y tú la poseerás, y te hará feliz y te multiplicará más que a tus padres” (Dt. 30, 1-5)
La cuestión de la datación del Deuteronomio, como la de cualquiera de los libros del Antiguo Testamento, es una cuestión compleja en la que no vale la pena extenderse demasiado. Aunque atribuído a Moisés, lo que situaría su redacción en el s. XIII a.C., existe un cierto consenso en que es algo posterior y se habría configurado en la forma en que ha llegado a nosotros, entre los siglos IX y VIII a.C.. Piensen Vds., sólo a modo de ejemplo, en lo que estaríamos haciendo en esta hermosa Península Ibérica por aquellos entonces. Todo lo cual reseño para poner de relieve el valor de la profecía contenida en el texto que acabo de entresacar. A tales efectos, considérese que cuando el Deuteronomio se escribe, ni siquiera ha ocurrido todavía la Primera Diáspora, la que exilia a los judíos en Babilonia, o cuanto menos, el retorno de la misma; ni menos aún, la Gran Diáspora, la que a partir del año 135, con la destrucción de Jerusalén por el Emperador Adriano, obliga a los judíos a abandonar para siempre Jerusalén y a dispersarse por todos los rincones del Imperio.
Desde el punto de vista del creyente, estamos pues ante una profecía muy bien configurada y clara, realizada por quien tiene capacidad para ello, a saber, Dios, que lo mismo explica el retorno del exilio babilónico en el s. VI a.C., que la formación del Estado de Israel en el s. XX.
Pero para el que accede al texto bíblico desprendido del enfoque religioso e interesado sólo en las connotaciones históricas del pasaje, el mismo le obliga a aceptar un hecho singular y especialísimo de la historia: la conciencia de nación presente en un pueblo que constituye una verdadera excepción histórica, el pueblo judío, desde los albores de la los tiempos conocidos. Una conciencia que es, en definitiva, la que ha hecho posible que después de treinta siglos de escrito este pasaje, -se dice pronto-, veinte de los cuales de tribulaciones y pesares lejos de su país de origen, repartidos por todo el mundo y perseguidos en cuantos lugares del mundo han poblado, sigamos identificando a un judío por comparación con otro y por contraste con un gentil.
Trátase pues, desde ese punto de vista, de una profecía autocumplida, en otras palabras, de una profecía, la del retorno de los judíos a Israel, que lleva en sí el germen de su propio cumplimiento, el que tuvo lugar, en este caso y por segunda vez -la primera sería la vuelta de Babilonia-, en pleno s. XX.
Trátase pues, desde ese punto de vista, de una profecía autocumplida, en otras palabras, de una profecía, la del retorno de los judíos a Israel, que lleva en sí el germen de su propio cumplimiento, el que tuvo lugar, en este caso y por segunda vez -la primera sería la vuelta de Babilonia-, en pleno s. XX.