No son pocos los que viven su fe cristiana con aburrimiento y rutina. Cumplen unos preceptos, conocen una doctrina y van tirando. Se parecen a aquel al que invitan a un palacio estupendo y, al llegar, se equivoca y entra por la puerta del trastero. Una vez dentro, se fija en las telarañas, en todo el polvo que flota en el ambiente, en la oscuridad del lugar y en los cachivaches amontonados de cualquier manera. Cuando vuelve a salir, le preguntan por la mansión. «Buff, menudo espanto. Eso ni es palacio ni es nada», responde. La conclusión es fácil: habría bastado con que hubiera abierto la puerta que comunicaba con la mansión para haberse llevado una impresión muy distinta.
Y es que basta con hablar con algunos cristianos para darse cuenta de que, en su vida de fe, no han pasado del trastero y sus telarañas. Para ellos, todo es prohibición y pecado; la misa del domingo es un fastidio y lo único que se espera es que «el cura acabe pronto». Pero, ¿es que Cristo se hizo hombre sólo para cargarnos un fardo pesado y aburridísimo? ¿Fue eso todo lo que consiguió? ¿Valió la pena que muriese en la cruz para que los cristianos le siguiéramos entre bostezos y protestas? Ya lo dijo San Juan Bosco: una de las armas que emplea Satanás para alejar de Dios a los jóvenes –y, en realidad, no sólo a los jóvenes– es el aburrimiento. Y, cuando San Francisco deambulaba por las calles de Asís gritando aquello de «¡El amor no es amado!», seguramente sentiría lástima de esos cristianos aburguesados y rutinarios que le miraban entre incrédulos y burlones.