No sé si los lectores serán conocedores de la serie de Fox que podemos ver en España con el nombre de 24 Horas. En ella un policía de la CTU (Unidad Antiterrosista), se pone el mundo por montera y es capaz él solito de acabar con todos los malos del mundo mundial que amenazan los Estados Unidos de América.

Esta serie, insuperable en su factura, ha sido muy criticada por la violencia que rezuma, pero contiene una serie de enseñanzas morales de lo más interesantes.


El protagonista Jack Bauer invariablemente se acaba viendo en la tesitura moral de tener que acabar perseguido por sus propios compañeros y compatriotas, para conseguir salvar la vida del Presidente de turno, salvaguardar el objetivo de una misión o evitar la detonación de una bomba. Es un protagonista cuya rectitud y amor por la justicia le hace arriesgar su carrera una y mil veces, recibiendo a cambio la incomprensión de muchos e incluso una abierta persecución.

En todas las entregas de la serie en algún momento Jack Bauer se tiene que enfrentar a los malos mientras los buenos le persiguen también, incomodados por su fidelidad incondicional a la misión encomendada, que pone en jaque los intereses creados de tanta gente de dentro.

Y hasta ahora, siempre acaba teniendo la razón, haciendo lo correcto, y salvando el pellejo de todos, incluidos los que no le comprendieron y le persiguieron, y lo hace sin pedir nada a cambio, dispuesto a entregar su vida, su fama y su carrera.

La polémica generada por este personaje es que acaba haciendo “lo que sea necesario” para salvaguardar el fin mayor, lo que conlleva hacer lo que nadie está dispuesto a hacer, y en esto sí que no podemos ver fácilmente unos valores cristianos, pues es un 007 con licencia para matar y mucho más.

Salvando esto, permítanme que haga el símil con lo que ocurre en la Iglesia católica tantísimas veces. La mayor de las dificultades con las que uno puede tropezar en nuestra iglesia es la incomprensión de los buenos, cuando no abiertamente su persecución.

La cosa viene de lejos, y podemos acordarnos de célebres ejemplos como el de San Francisco de Asís y muchos otros, como San Juan de la Cruz o el Padre Pío, que tuvieron que padecer en sus propias carnes la incomprensión de sus correligionarios y superiores.


Y es que la verdad resulta incómoda, provenga de quien provenga, y todo lo que suponga alterar el statu quo de las cosas, tiende a poner nervioso a más de uno.

Por supuesto alguno puede pensar que estoy hablando de la jerarquía y tomando la vía fácil del discurso victimista que han gastado algunos en nuestra iglesia contemporánea, pero nada más lejos de la realidad.

El mal que critico es más bien la falta de confianza generalizada que tenemos hacia todo aquel que venga con cualquier cosa que no encaje en nuestros esquemas.

Ocurre cuando vas a una casa de retiros y la monja encargada te echa de la capilla dónde estás haciendo oración con sesenta confirmandos, porque es más importante tener limpia la capilla.

Ocurre cuando un cura no deja crecer a sus catequistas y a sus agentes de pastoral, porque en el fondo desconfía de lo que Dios pueda hacer en la parroquia.

Les ocurre también a los obispos con sus sacerdotes y a los sacerdotes con sus obispos, y por supuesto nos ocurre también a los laicos cuando vemos a los hermanos de otras parroquias o movimientos como pobres infelices que en el fondo no saben bien lo que hacen.

 También ocurre lo mismo cuando desconfiamos de la jerarquía y sólo vemos lo humano, perdiendo la visión sobrenatural.


Comentaba hace meses cómo un amigo fue de puerta en puerta a conventos con inmuebles sin usar, a solicitarles un local para evangelizar a muchachos, incluso pagando una renta que cubriera los gastos ocasionados. La respuesta invariable fue la de “no es nuestro carisma”. Como si el carisma de uno tuviera que ver con tener una casa muerta de risa que podría ser utilizada para la evangelización.

A veces trabajar para la Iglesia supone bregar con la incomprensión de la mayoría que no está dispuesta a abrirse a nada que no sea lo suyo, ni a apoyar nuevos talentos o a gente entregada de buena voluntad.

Preocupa mantener los conventos, tener vocaciones, el patrimonio inmobiliario, los medios de comunicación, las parroquias concurridas, y se gasta recursos y esfuerzo en colegios, obras asistenciales y lo que haga falta. Pero dile a un dirigente cristiano de nuestros días que inviertan en el reino de los cielos, dando de balde a una iniciativa de nueva evangelización… eso no es nada fácil.

Los obispados tienden a gastar en televisiones, periódicos y  campañas de publicidad. Pero a la hora de apoyar una pastoral de verdadera evangelización, no hay medios; ni personales (los curas están demasiado liados y no se confía en los laicos liberándolos), ni materiales. Nadie se plantea poner toda la carne en el asador en proyectos de evangelización- todo el afán es mantener el edificio que tenemos montado- pero todos se quejan de la falta de vocaciones, de la descristianización de la sociedad y la secularización de la Iglesia…

Será que me está entrando el síndrome de Jack Bauer, porque para cuatro iniciativas que pueden cambiar las cosas que andan sueltas por ahí, todo son problemas que ponen los de dentro, como si no hubiera bastante con la increencia ambiente y los ataques de los verdaderos enemigos…

En Estados Unidos han criticado abiertamente el personaje de Jack Bauer porque en el hacer “lo que sea necesario” incluye muchos actos que son considerados como moralmente reprochables. Valga decir en su descargo que lo que Bauer respeta, por encima de todo, es la voluntad del presidente y de los legítimos gobernantes -aunque es interesante saber que es capaz de desobedecer órdenes injustas e inmorales.

Una versión cristiana de Jack Bauer sería esa persona que está dispuesta a obedecer a Dios y no a los hombres, ni al mundo, ni a la mentalidad ambiente; aunque por supuesto siempre que lo hiciera en comunión con la Iglesia y sus pastores legítimamente constituidos…y ahí es cuando topamos con el problema de tantos intereses creados, cegueras, cerrazones de corazón, o simples omisiones por no querer ver,  que ofuscan la voluntad de Dios y tantas veces hacen que las cosas en la Iglesia se hagan de una manera demasiado humana.

Al final el Bauer cristiano sería quien, contra viento y marea, haría la voluntad de Dios sin dejarse seducir por el acomodamiento o por otros dioses, ni sobornar por intereses personales.

Ni yo soy Jack Bauer ni puedo presumir de conocer la voluntad de Dios; ni tan siquiera presumo de tener la pureza de intención que destila el personaje, y justamente me podrá decir más de uno que a qué viene esta perorata.

 Razón no les faltará si me critican por criticar a otros; al fin y al cabo, donde manda capitán no manda marinero, y la Santa Madre Iglesia, constituida de pecadores como yo y algún que otro santo como los que he nombrado, es la que tiene al final que atar y desatar, sin que nada de lo que yo pueda decir u opinar desdiga el hecho de que Dios en su providencia y por su Espíritu, saca adelante a su Iglesia.

Dicho lo cual, qué bueno sería tener más Jacks Bauer en la Iglesia…