Más allá de la mítica película de Steven Spielberg y más allá de que Indiana Jones siga buscando el arca ya que, efectivamente, se pierde su pista antes ya del exilio babilónico, lo cierto es que hay un momento en el relato bíblico que el pueblo hebreo pierde el arca de la alianza porque cae en manos de los filisteos. Cuando los enemigos de Israel se llevan a casa el arca, a la ciudad de Asdod, se las prometen muy felices porque piensan que a partir de ese momento, podrán contar con los favores de Yahveh. El arca era símbolo de la presencia de Dios, fue fabricada por indicaciones directas divinas, albergaba las tablas de la ley mosaicas y se colocaba en el lugar más santo del templo. Pero nada más lejos de la realidad. Al colocar el arca del pacto en el templo de su Dios Dagón, todos los días aparece la estatua de su deidad por los suelos hasta romperse. Cuando deciden trasladar el arca a otras ciudades, la cosa se pone peor, porque es el propio pueblo filisteo el que sufre la ira de Yahveh y enferma con llagas ulcerosas. Finalmente, devolverán el arca a sus legítimos dueños, desengañados y asustados por la experiencia.
Y es que el único Dios verdadero no puede morar junto a ídolos de barro. Lo santo no puede convivir con lo impuro. La verdad no puede pactar con la mentira.
Siempre es tiempo favorable para revisar nuestras zonas filisteas. Todos tenemos algo de filisteos. Adoramos cualquier cosa, situación o persona. Nos adoramos a nosotros mismos, porque normalmente, tenemos una imagen fantástica de nuestra propia persona. Intentamos hacer comulgar a Dios con nuestras piedras de molino y no puede ser… De repente, recibimos humillaciones injustas, la persona que más queremos, nos defrauda o el cargo que esperábamos, se lo dan a otro, posiblemente menos preparado pero más pelota. Nuestro mundo se tambalea por reveses inesperados, traiciones dolorosas o fracasos estrepitosos. Y entonces nos metemos en el sancta sanctorum de nuestro interior a pedirle cuentas a ese Dios que está permitiendo todo ese caos. Y vemos nuestras edificaciones por los suelos, nuestros proyectos frustrados y nuestros afanes rotos. Y nos dan ganas de devolver el arca, de no haber conocido nunca a ese Dios caprichoso y celoso que no permite ninguna sombra de doblez. Nos gusta confraternizar con el enemigo, poner una vela a Dios y otra al demonio y buscar excusas justificadoras de nuestra pobre y ambigua conducta.
Los filisteos devolvieron el arca a los hebreos y estos lo celebraron sin olvidar que lo habían perdido por presunción. La lección también cae del lado israelita. Creían que por tener el arca en sus filas siempre ganarían. Pero este Dios con el que tratan y tratamos es un Dios con el que no se juega ni se manipula. Lo profundo de nuestro corazón debe estar en coherencia con nuestra fe exterior y estar dispuesto a ser purificado en todo momento. No se trata de ser perfectos al modo humano sino de estar entregados… al modo divino. No se trata de renunciar a nuestro objeto de deseo, ya sea persona, cosa o circunstancia, porque toda renuncia implica más lucha y más enganche, se trata simplemente de ver y aceptar nuestra idolatría. Con eso, se caerán y se romperán nuestros ídolos. Y no es que la persona, cosa o circunstancia a la que nos aferramos sea mala en sí, hay mucha idolatría en las ambientes religiosas, conflictos afectivos en las familias o las amistades y altos ideales en buenos trabajos. El problema es como lo idealizamos, cómo es nuestra relación con ello, cómo le entregamos el poder de hacernos infelices y ansiosos.
Moisés se acercaba al arca y hablaba con Dios cara a cara, pero a nosotros nos puede seguir dando un poco de miedo como le pasaba al resto del pueblo, porque siempre es posible que vea nuestro interior y decida desalojarlo de ídolos, ilusiones y seguridades. Al contrario, “acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de Gracia” (Hb 4, 16), porque nuestro arca está en el tabernáculo, en el sagrario. Se perdió el arca antigua pero no importa, tenemos acceso pleno y directo con Dios a través de Jesucristo. No tengamos miedo a que el contacto con Jesucristo derribe nuestras falsas seguridades y apegos esquizofrénicos. Dejemos que nos libere y nos enseñe a amar a las cosas y las personas, no desde el control y la grandes expectativas, sino desde la humildad, el respeto y la libertad.
No andemos buscando el arca perdida para ganar nuestras pequeñas batallas, dejémonos, más bien, encontrar por el Dios verdadero que nos purifique de lo que nos sobra.
“Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto” (Jn 15, 2)