Capítulo décimo segundo de la obra “Los hermanos coreanos” del Padre José Spillmann de la Compañía de Jesús.
Cuando la madre murió, Pablo le cruzó las manos, puso en ellas una cruz y en su alrededor un rosario, como lo había visto en las imágenes que representan la muerte de los justos. Después se arrodilló con su hermano delante del cadáver y ambos lloraron y oraron durante largo tiempo. Antes que llegase a los moradores de la casa la noticia de la desgracia, deliberaron ambos hermanos ante los restos de su amada madre.
-Es indudable -dijo Pablo- que el cumplimiento de las promesas que hemos hecho a nuestra madre, será causa de sangrienta persecución, no sólo contra nosotros, sino también contra todos los cristianos. La excitación que hay en el pueblo a causa de la epidemia, de la cual nosotros los cristianos somos culpables, según los bonzos, es ya muy viva; y me ha costado mucho trabajo detener el golpe que hace ya tiempo desea dar contra nosotros el gran mandarín.
-Supongo que no querrás significar con estas palabras que debamos quebrantar las promesas que hemos hecho -repuso Jacobo.
-Nada más lejos de mi ánimo -añadió Pablo-; pero debemos hacernos cargo de las circunstancias. Si nos negamos a ofrecer sacrificios a nuestros antepasados y prescindimos de las demás ceremonias acostumbradas, de seguro seremos encarcelados, y tú sabes a quién hemos prometido buscar la próxima semana en el río Yalú para introducirlo en Corea.
-¡Al sacerdote chino! ¡Y si no estamos allí, caerá probablemente en manos de los soldados! Pero prescindiendo de nuestra promesa, ¿crees tú que es lícito ofrecer sacrificios a los antepasados?
-Eso no es lícito. El Papa lo ha prohibido a los cristianos de China. Hubiéramos podido prescindir acaso de los sacrificios; pero ya que hemos prometido a nuestra madre darle cristiana sepultura, tendremos que confesar públicamente nuestra fe, y que suceda lo que quiera.
-Me alegro de que nos veamos obligados a obrar así. Cumplamos, pues, nuestra obligación y pongamos todo lo demás en las manos de Dios. Él podrá fácilmente proteger a nuestros hermanos y al sacerdote chino. Y para que no podamos volvernos atrás, lo primero que debemos hacer es quemar las tablas en que constan los nombres de nuestros antepasados.
-Eso haremos, Jacobo. Arrodillémonos otra vez para pedir a Dios que nos de fortaleza. ¿Sabes en qué estaba pensando cuando hicimos la promesa a nuestra madre? En la madre de los macabeos, que conjuró a sus hijos que recibieran valerosamente los tormentos y la muerte antes de quebrantar el precepto divino. “Mira al cielo”, le decía al menor de ellos. Miremos, pues, al cielo nosotros, donde nuestra querida madre acaba de recibir su corona y donde nos esperan las coronas de que ella nos ha hablado.
Los dos hermanos se arrodillaron y prometieron de nuevo a la difunta ser fieles hasta la muerte. Luego abrió Pablo la puerta y anunció a los criados el fallecimiento de la enferma. Algunos de ellos eran todavía paganos y empezaron a dar, según costumbre, fuertes gritos en señal de duelo. Jacobo les mandó callar y reunió a los que ya eran cristianos para rezar con ellos el rosario.
-La difunta -les dijo- era cristiana, y por consiguiente deber ser enterrada cristianamente y no según la costumbre pagana.
Pero la anciana Wei-tse, que había sido nodriza de la difunta y que era budista empedernida, se opuso, diciendo a voces:
-Por todos los dioses no consentiré que mi señora, a quien di de mamar y llevé en mis brazos cuando era niña, no sea enterrada según las leyes de Buda. Esto es lo único que puede librar del infierno a su pobre alma después de haber seguido, engañada por vosotros, la religión de los demonios de Occidente. Dejadme a mí; yo la vestiré de tal modo que el juez de los muertos la crea budista y, aunque no reciba en el cielo el alma de la difunta, la haga entrar al menos en una paloma o en una preciosa pollita o en un pajarillo. Todo lo tengo preparado: el vestido de lana rociado con agua del estanque del convento por el santo jefe de los bonzos, las agujas bendecidas para su trenza, el papel de plata para las uñas de sus dedos, la pintura blanca y encarnada para…
-No la vestirás con el vestido de los bonzos, ni le tocarás el rostro con tus afeites, Wei-tse. Su alma está adornada con la vestidura de la inocencia bautismal, y su cuerpo signado con la santa cruz -le replicó Pablo-.
-¿Se ha visto jamás cosa semejante en Corea?, -repuso la vieja-. ¿Con que no he de pintar de rojo sus labios y de blanco su rostro y de azul su barba? No quiero seguir ni un momento más en una casa maldecida de los dioses. Iré a buscar a vuestro tío Kim, que vendrá e impedirá este espantoso crimen.
Y diciendo estas palabras, se alejó ciega de ira.
-Destruyamos inmediatamente las tablas de los antepasados -dijo Jacobo a Pablo-. Nuestro tío y los demás parientes paganos querrán que sean llevadas en el cortejo fúnebre, y que les ofrezcan los sacrificios acostumbrados.
-Eso no lo haría yo. El Papa sólo ha mandado a los cristianos de China que no les den culto idolátrico -observó Pablo-.
-Sí, pero si no las destruimos, las llevarán contra nuestra voluntad en el cortejo y ofrecerán sacrificios -añadió su hermano-.
-Es verdad. Sólo así podremos cumplir nuestra promesa. Vamos, pues, y sea lo que Dios quiera.
Pablo mandó a algunos criados que llevaran a un patio las tablas, y en una hoguera arrojaron aquellas planchas pintadas de rojo donde estaban escritos con signos dorados los nombres de los antepasados con títulos pomposos y sentencias laudatorias.
Cuando estaba ardiendo la última, que era la del general Wei-kim-yn, que había luchado contra el ejército de Taikosama y que había muerto en Fusán, sonó un grito detrás de los dos hermanos, y su tío entró en el patio.
-¿Qué es esto?, -exclamó levantando las manos al cielo-. ¡Las venerables tablas de los antepasados en el fuego! ¡Crimen semejante jamás se ha cometido en Corea!
-Esta es la voluntad de nuestra madre, tu hermana -dijo Pablo-. Sabes que vivió y murió como cristiana; es, pues, natural que quiera ser sepultada cristianamente y no según la costumbre pagana.
-Y como nosotros también queremos vivir y morir como cristianos, para nada necesitamos esas tablas -añadió Jacobo-.
-¿Pero qué religión es esa que proscribe el culto de los venerables antecesores y manda crímenes como el que vosotros habéis cometido?
-La religión cristiana no prohíbe honrar a los antecesores, antes ofrece por los difuntos un sacrificio de cuya excelencia ni siquiera tiene idea la religión de Buda; pero prohíbe que se ofrezcan sacrificios a las almas de los difuntos como si éstas fueron dioses -repuso Pablo-.
-La acción que habéis hecho será juzgada aquí en Corea según las leyes de nuestro país, y no según las costumbres del lejano Occidente; según nuestras leyes habéis cometido un crimen espantoso. Mi hermana, vuestra madre, debe haberlo dispuesto en el delirio de la fiebre. Por fortuna no ha cundido todavía la noticia de vuestro crimen, que si el pueblo lo supiera, las consecuencias caerían no sólo sobre vosotros, sino sobre toda nuestra familia, aparte de los males que se seguirían de vuestros necios compañeros de religión. Escuchadme ahora: sólo os queda un recurso para libraros de los males que os amenazan: que el cadáver sea vestido y tratado según la costumbre budista. En la habitación de la difunta se pondrá la imagen del divino Buda con braserillos para el incienso, y yo mismo enviaré un bonzo que ofrezca el incienso y haga las aspersiones. Entretanto mandaré pintar secretamente otras tablas. Así podrá celebrarse la procesión fúnebre pasado mañana con la solemnidad acostumbrada. No me repliquéis. Me voy.
-Sólo te diré que nada de eso puede hacerse. Dile al gran mandarín que estamos excluidos de la familia, antes que sepa lo que hemos hecho, y de este modo no participaréis de nuestra suerte.
Así hablo Pablo a su tío, pero éste no quiso oírle; ya había desaparecido.
-Antes que vengan los bonzos, podemos disponer de algunas horas -dijo Jacobo-. Preparemos al momento la sepultura y enterremos a nuestra madre antes de que su cadáver sea profanado con los sacrificios idolátricos que ofrezcan contra nuestra voluntad. Llama a José y a algunos otros siervos cristianos y abre la sepultura debajo de la vieja morera, junto a la cual honrábamos la imagen de la Madre de Dios antes de conocerla. Entretanto yo no me separaré de nuestra madre.
Así lo hicieron ambos hermanos. Jacobo llegó a la habitación de la madre a tiempo de impedir que la anciana ama pintara de colores el rostro de la difunta contra la voluntad de sus hijos. Después de haber lanzado de allí a Wei-tse, mandó a algunas criadas cristianas que fueran al jardín a por flores para adornar a su madre. Luego colocó a esta en la caja, pues es costumbre de Corea como también de China tener el ataúd en la casa muchos años antes de la muerte. Al verla los criados en aquella caja de preciosas maderas de una especie de cedro, adornada con una cruz de rosas blancas y rojas, dijeron que nunca habían visto ningún cadáver como aquel, pues les parecía verdaderamente hermosa.
Todos se arrodillaron en torno suyo y rezaron con Jacobo el santo rosario, hasta que Pablo vino diciendo que ya estaba dispuesta la sepultura. Orando en voz baja condujeron el cadáver a través del jardín, hasta llegar a la vieja morera, donde le dieron cristiana sepultura.
-Hasta la vista, madre mía, hasta la vista -dijeron ambos hermanos-. Rogad por nosotros en el cielo, pues la hora del combate está cercana.
Tras cubrir la fosa, Pablo puso una cruz formada de dos varas unidas en la sepultura, que había sido adornada con un ramo de rosas. Así fue sepultada la madre según su voluntad, y el signo de redención protegió el lugar en que descansaba su cadáver.
Después de decir las últimas oraciones se alejaron los dos hermanos de aquel lugar. Cuando se hubieron apartado algunos pasos de los criados, dijo Pablo a su hermano:
-Monta a caballo y corre hacia el norte para salir al encuentro del sacerdote chino y que pueda pasar la frontera. Ya sabes cuándo y dónde le hallarás. Adiós, y quiera el Señor que se realice el plan para la salud de los cristianos de Corea, que no tienen pastor.
-Perdona, Pablo; esta empresa te corresponde a ti, pues tú has hablado y conoces al sacerdote. Además, tú corres aquí más peligro que yo, pues el gran mandarín te aborrece por el favor de que gozas en la corte.
-No, Jacobo, yo debo permanecer en mi puesto. Acaso pueda evitar la persecución, y si no puedo, mejor es que muera yo que no tú, que eres más joven.
-Al contrario. Tú eres más necesario a la Iglesia. Si te libras de la primera explosión de cólera del pueblo, todavía puedes hacer mucho bien. Así por el amor que te tengo, te ruego que montes a caballo y vayas a salvar al sacerdote. Pero, ¿qué ruido es ese? Corre y huye pronto, que si no, ya no tendrás más tiempo.
Pero ya era tarde. Mientras los dos hermanos se detenían en santa porfía, queriendo cada uno para sí el puesto de mayor peligro, una muchedumbre de paganos furiosos había rodeado la casa. El ama, fuera de sí, en un arrebato de cólera, había corrido en dirección a la ciudad para decir a Kim que los dos hermanos querían dar sepultura a su madre según los usos diabólicos de la religión extranjera. Por desgracia, o más bien por designio de Dios, sucedió que la vieja se encontró en la puerta de la ciudad con Kim, que en compañía de los bonzos iba a la casa de campo a celebrar los funerales de la difunta. Apenas oyeron los bonzos la relación del ama, levantaron el grito y dijeron a la multitud el crimen que los dos hermanos habían cometido contra sus antepasados. Se pusieron al frente del populacho, y antes que llegara la tarde, ambos hermanos habían sido presos y maltratados, y acusados ante el gran mandarín juntamente con sus criados cristianos y con otros muchos fieles. Este, después de mandar que fuesen atados y conducidos a la cárcel, se dirigió a palacio con el fin de obtener el decreto de persecución que en vano había solicitado varias veces contra los cristianos, y que entonces arrancó al débil monarca.