Por más que digan y escupan al cielo, el trato con Dios nos
es necesario. A todos. Por más alejados que parezcan, por más que blasfemen o
insulten o divaguen, Dios está en sus conciencias. Aunque sea en un oscuro
rincón, almacenado junto a otros viejos trastos. Por más que legislen contra lo
divino y lo humano, por más que graven su vida de prejuicios e ideologías, y se
esfuercen por retorcer el cuello a lo más santo, Dios sigue ahí, en su más
íntimo devenir, en su existencia. Por más que quiten misas de actos oficiales o
envilezcan la pureza o no pierdan la oportunidad de vomitar sobre el Papa o la
Iglesia, Cristo mismo les espera. Y ver una cruz les inquieta. O un acto
virtuoso les recuerda que no todo es sombra. Y dudan, y se preguntan si en su
vida no será todo mentira. Por más que renieguen, por más que desprecien, por
más que enarbolen ateísmos o agnosticismos o espejismos, la verdad es que sus
almas de cuando en cuando se estremecen, y hay una desazón interior que
disimulan o no dicen, y un temor de Dios que gravita sobre sus cabezas. Por más
que hablen de azar y destino, el caso es que hay una Providencia amorosa y una
misericordia que se manifiesta en la belleza del arte o de la naturaleza, en los
ojos de sus hijos o en el abrazo del amigo. Una Providencia que gobierna el
desgobierno humano. Por más que se obstinen en vivir sin Dios, Dios mismo quiere
vivir con ellos (con todos), y no escatima inspiraciones o encuentros. El hombre
nace para anhelar el bien, la verdad y lo eterno. Y por más que quieran
constreñir la felicidad a una serie de cosas y cháchara y devaneos, la felicidad
no es eso, lo saben (lo sabemos), pese a que se empeñen en lo contrario, pese a
que se empeñen (nos empeñemos) en querer comprar esa felicidad con dinero o con
sexo o con poder o con fama o con vaya usted a saber qué escarceos. Pero es
imposible. Por más máscaras que se ponga uno, o por más lejos que viaje. Sin
Dios la infelicidad es un hecho. De ahí esas caras y esas almas tan pelmas. De
ahí esos rictus y ese odio de no pocos. O esa pesadumbre. Sin Dios -aunque no lo
reconozcan- el tiempo se hace más estrecho y más incierto. Hay un miedo que
disimula su vértigo, una muerte que se precipita por las palabras, o por la
soledad del silencio o de un ruido que no acalla la verdad de uno mismo.