Las palabras del Papa en Fátima son estremecedoras. Primero por quién las pronuncia –el vicario de Cristo- y, segundo, por el lugar y el contexto en que se dicen: el décimo aniversario de la publicación del tercer secreto. Teniendo en cuenta esto, oírle a Benedicto XVI afirmar que “se equivocaría quien pensase que la misión profética de Fátima ha concluido, ya que aquí permanece el proyecto de Dios para el hombre y aunque éste ha intentado desencadenar un ciclo de muertes y terror no lo ha conseguido” y que la familia humana “está preparada para sacrificar sus relaciones más santas sobre el altar de mezquinos egoísmos de naciones, raza, ideología, grupo e individuo”, impresionan y sobrecogen. No cabe duda de que el Pontífice sabe de qué habla, pues de lo contrario no haría afirmaciones tan fuertes. Si nosotros, que ni llegamos a su nivel de santidad ni tenemos los datos que él tiene, podemos ver la gran cantidad de cosas que van mal e intuir las graves amenazas que se ciernen sobre la humanidad, qué será lo que está viendo él.
 
            Sin embargo, el tono principal del mensaje papal no ha sido de temor, sino de esperanza. Primero porque, como ha explicado, su presencia en el Santuario se debe a la convicción de que es eficaz pedirle a la Virgen ayuda por la humanidad "afligida de miserias y sufrimientos". Segundo, porque “Cristo es la gran esperanza, el único que no desilusiona y que la fe en Dios abre un horizonte de esperanzas, indica una sólida base en la que apoyar, sin miedo, la propia vida”. Este fue, pues, y sigue siendo el mensaje de Fátima: un mensaje de esperanza. Nosotros no creemos en el destino. El futuro está en nuestras manos, si nos dejamos conducir por Cristo y aplicamos la terapia que María dio a los pastores: oración y penitencia.