El egoísmo y el aislamiento han sido siempre un peligro para las personas. Pensar que seremos como dioses que nos podemos salvar a nosotros mismos sin ayuda de nadie nos acecha hoy con gran fuerza.
La fe es un don personal que se vive en comunidad. En la historia de la Iglesia han existido comunidades santas que ofrecieron a Dios sus vidas juntamente: Los siete Fundadores de los Siervos de María. Religiosas Mártires de la Visitación de Madrid. Varios Grupos de Mártires de todos los tiempos. Vivir, trabajar con otros es un camino espiritual cuando se vive desde la fuerza del Espíritu Santo.
“La vida comunitaria, sea en la familia, en la Parroquia, en la Comunidad religiosa o en cualquier otra, está hecha de muchos pequeños detalles cotidianos Esto ocurría en la Comunidad santa que formaron Jesús, María y José, donde se reflejó de manera paradigmática la belleza de la comunión trinitaria”.
Jesús invitaba a los discípulos a cuidar los pequeños detalles:
“El pequeño detalle de que se estaba acabando el vino en una fiesta.
El pequeño detalle de que faltaba una oveja.
El pequeño detalle de la viuda que ofreció sus dos moneditas.
El pequeño detalle de tener aceite de repuesto para las lámparas por si el novio se demora.
El pequeño detalle de pedir a sus discípulos que vieran cuántos panes tenían.
El pequeño detalle de tener un fueguecito preparado y un pescado en la parrilla mientras esperaba a los discípulos de madrugada”.
Una comunidad cristiana se alimenta de pequeños detalles. Hoy, frente al sentido egoísta que nos rodea, la familia y la comunidad está llena de detalles significativos.
Si se viven como obligación, son causa sufrimiento. Si se viven desde la fuerza de la gracia fraternal, recibida en el bautismo, pueden ser momentos de intimidad con Dios como sucedió en Santa Teresita del Niño Jesús: “Una tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea… de pronto, oí a lo lejos el sonido de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente en cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien sostenía. En lugar de una melodía escuchaba, de vez en cuando, sus gemidos lastimeros… No puedo expresar lo que pasó por mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los rayos de la verdad, los cuales sobrepasan de tal modo el brillo tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad”.
No podemos realizar nuestro camino de santidad al margen del deseo de Jesús: “Que todos sean uno, como tú Padre en mí y yo en Ti” (Jn 17, 21).