José y María vivían en común los gozos, los sufrimientos y las esperanzas. Y ahora con el Niño Jesús en brazos. Hubo momentos de soledad, como la llegada a Belén, y momentos de compañía agradable, como la venida de los pastores y los magos. Pero ahora la vida ya tenía un solo sentido y una sola palabra: Jesús. Efectivamente, José y María vivían para Él, y en Él encontraban la fundamentación del amor mutuo y la razón de ser de su existencia. Escribe Esquerda Bifet[1], comentando el evangelio de esta fiesta, que la búsqueda dolorosa de María y de José se convierte en personificación de la sed de Dios que se encuentra en todo corazón humano. Y su encuentro con Cristo es un signo de esperanza para todos los hombres que buscan sinceramente a Dios.
Los planes salvíficos de Dios (las cosas del Padre) se concretaban en la encarnación del Verbo hasta las últimas consecuencias. Toda la creación y toda la historia reciben esta visita del Señor de todo lo creado… Jesús es plenamente de María y de José, en cuanto que también ellos, como toda la Iglesia, son llamados a formar parte de su misterio. La vocación de cada creyente trasciende los lazos de la sangre, porque es una opción fundamental por Cristo. Jesús tenía una misión que cumplir. Con su actuar no disminuía su amor filial, sino que daba a entender que el verdadero amor no puede condicionar la propia vocación ni los planes salvíficos del Padre. La amistad profunda ni condiciona ni se condiciona. La donación se hace entonces más profunda.
El texto evangélico sobre la pérdida de Jesús en el templo presenta a María y a José en una historia común de convivencia, búsqueda, dolor, encuentro. La frase de María (tu padre y yo) indica la naturalidad y ternura del término padre. Y en el mismo contexto, a pesar del silencio de San José, se adivina el modo como él y María llamaban a Jesús: hijo (Lc 2,48). Y también fueron los dos los que no entendieron (2,50). María y José compartieron el camino de una fe oscura que sabe respetar el misterio de Cristo tal como es, sin querer utilizarlo.
En un cuento de Pearl S. Buck, titulado Hasta mañana, se plantea el caso de un matrimonio que se salva gracias al ejemplo que la mujer blanca recibe de su criada, una china casada con un hombre anciano, bebedor, fumador de opio y egoísta. A pesar de todo, la china seguía a su lado y aunque tenía suficientes medios económicos para independizarse permanecía fiel a su esposo. La mujer blanca, asombrada de su fidelidad, le pregunta:
- ¿Pero tú le amas?
- ¿Amarle? ¿Qué quiere decir usted con esa palabra, amor, que tiene siempre en los labios? Nunca me hice esa pregunta mientras fui joven. ¿Cómo me la voy a hacer ahora? Son palabras que una mujer como yo no usará nunca. Lo que sí he sabido siempre es cuál es mi deber y, sin dudarlo, lo he cumplido. Cuando lo hago soy feliz. Si no, me siento como enferma y mi corazón no me deja descansar. Si mi esposo no ha sido conmigo el hombre ideal, al menos yo sí he sido para él lo mejor que me ha sido posible.
Es la felicidad de la entrega fiel y constante del corazón.
Hace 40 años, san Pablo VI publicó la carta encíclica Humanae vitae, reafirmando la enseñanza constante de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad. Se trata, seguramente, de la intervención papal peor entendida del siglo XX. Sin embargo, con el paso del tiempo ha resultado profética.
Al presentar su encíclica, Pablo VI puso en guardia frente a cuatro problemas principales (nº 17) que surgirían si no se aceptaba la doctrina de la Iglesia sobre la regulación de la natalidad. Ante todo, advirtió de que el uso generalizado de la anticoncepción llevaría a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. Y es exactamente lo que ha sucedido. Pocos se atreverían a negar que el índice de abortos, divorcios, hogares rotos, violencia sobre las mujeres e hijos, enfermedades venéreas y nacimientos fuera del matrimonio, ha aumentado muchísimo desde la mitad de la década de los 60. Desde luego, la píldora anticonceptiva no ha sido el único factor de este fenómeno, pero ha sido un factor importante.
En segundo lugar, advirtió de que el hombre perdería el respeto a la mujer sin preocuparse de su equilibrio físico o psicológico, hasta el punto de considerarla como simple instrumento de goce egoísta y no como compañera, respetada y amada. Tres décadas después, exactamente como había predicho Pablo VI, la anticoncepción ha liberado a los hombres -en un nivel sin precedentes en la historia- de las responsabilidades de sus agresiones sexuales.
En tercer lugar, el Santo Padre advirtió de que el uso generalizado de la anticoncepción pondría un arma peligrosa… en las manos de autoridades públicas despreocupadas de las exigencias morales. Como hemos podido descubrir desde entonces, la eugenética no desapareció en 1945 con las teorías raciales nazis. Las políticas de control demográfico son ahora parte integrante de todos los debates sobre las ayudas a los países extranjeros, marcadas por la masiva exportación de anticonceptivos, por la práctica del aborto y de la esterilización.
En cuarto lugar, san Pablo VI advirtió de que la anticoncepción llevaría a los seres humanos a creer erróneamente que tienen un señorío ilimitado sobre su cuerpo, transformando inevitablemente a la persona humana en objeto de su propia fuerza intrusa. En la base de la anticoncepción está la suposición de que la fertilidad es una infección que se ha de combatir y controlar, de la misma manera que se ataca a las bacterias con los antibióticos. De aquí se derivan los temas de la fecundación in vitro, la clonación, la manipulación genética y la manipulación de embriones[2].
Debemos volver a leer la Humanae vitae con corazón abierto, como clave para nuestra libertad, para forjar nuestras familias católicas. Debemos pedirle al Señor que nos conceda la sabiduría para reconocer el gran tesoro que se encierra en nuestra doctrina sobre el amor conyugal y sobre la sexualidad humana, la fe, la alegría y la perseverancia para vivirla en nuestras familias y el valor, que Pablo VI tuvo, para predicarla de nuevo.
Solamente con una sólida base doctrinal, forjada en los valores del Evangelio, podremos crear familias cristianas para nuestra sociedad. No podemos quedarnos solo con el consuelo de una fe que se coge con alfileres. Es necesaria una formación seria, que compete a todos: a los predicadores -como ya lo hacen nuestros obispos- y a toda familia cristiana, que tiene que hacer un esfuerzo de inteligencia por acercarse a estas palabras del Papa.
Podemos recordar, en este día de la Sagrada Familia, las palabras de san Juan Pablo II[3]:
Vosotros, esposos cristianos, tened la seguridad de que el sacramento del matrimonio os da la gracia necesaria para perseverar en el amor mutuo, que vuestros hijos necesitan como el pan. Hoy estáis llamados a interrogaros sobre esta comunión profunda entre vosotros... Comprometámonos con todas nuestras fuerzas a defender el valor de la familia y el respeto a la vida humana, desde el momento de la concepción. Se trata de valores que pertenecen a la gramática fundamental del diálogo y de la convivencia humana entre los pueblos.
A vosotras, queridas madres, que tenéis en vuestro interior un instinto incoercible de defender la vida, os dirijo un llamamiento apremiante: ¡Sed siempre fuentes de vida, jamás de muerte!
A vosotros juntos, padres y madres, os digo: habéis sido llamados a la altísima misión de cooperar con el Creador en la transmisión de la vida. ¡No tengáis miedo a la vida! Proclamad juntos el valor de la familia y el de la vida. Sin estos valores no existe futuro digno del hombre.
Son los valores necesarios para este Tercer Milenio.
Que San José, hombre justo, trabajador incansable, custodio de los tesoros a él confiados, guarde a las familias, las proteja e ilumine siempre.
Que la Virgen María, como es Madre de la Iglesia, sea también Madre de la Iglesia doméstica, y, gracias a su ayuda materna, cada familia cristiana pueda llegar a ser verdaderamente una “pequeña Iglesia” en la que se refleje y reviva el misterio de la Iglesia de Cristo.
Que Cristo Señor, Rey del universo, Rey de las familias, esté presente como en Caná, en cada hogar cristiano para dar luz, alegría, serenidad y fortaleza[4].
A la Sagrada Familia de Nazaret le pedimos que venga el Reino de Dios al mundo: el Reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz, hacia el cual estamos caminando en esta historia al encuentro de la Santísima Trinidad.
A María, a José y al niño Jesús les pedimos en este día que nos ayuden a vivir nuestra vida cristiana de seguimiento al Señor de la historia, que viene a traer la salvación para todos los hombres.
PINCELADA MARTIRIAL
Gabino Díaz-Toledo Martín-Macho nació en Mora en 1897. Se casó con María Paz en Campo de Criptana (Ciudad Real) el 6 de Octubre de 1921. María Paz Pascuala Merchán Gouvert era natural de Consuegra (Toledo) y había nacido también en 1897.
Un hijo de este matrimonio, es el arzobispo-emérito de Oviedo, monseñor Gabino Díaz Merchán, este declara:
“Tenía un primo hermano en Campo de Criptana (Ciudad Real). Mi primo era el jefe de la FAI, era anarquista y al ver que empezaban a matar gente, empezó a armar a parientes y a amigos y a personas en peligro. Les dio el carné de la CNT. Los salvó, en una palabra. Mi primo vino a Mora porque el jefe del PC había sido amigo suyo en la infancia. Vino para interesarse por mi padre, que era del Partido Republicano Democrático, de Melquíades Álvarez e Hipólito Jiménez, que era de Mora. Y vino para llevarse a mis padres a Criptana, pero su amigo, Carlos Torres, le aseguró que no les pasaría nada”.
“Mi padre no se había distinguido en política. Tenía un comercio de ultramarinos al por mayor. Pero al mes fueron a por él y mi madre quiso acompañarlo, ir con él. Era una cristiana muy valiente y les dijo que ella quería morir con su marido. “No diga barbaridades, no vamos a hacerle nada”, dijeron ellos. Pero los cogieron en un coche y los llevaron al lugar donde los mataron”. “Mora tendría entonces quince o dieciséis mil habitantes. Mi padre era querido por los vecinos porque llegó un momento en que fiaba a todo el mundo. Había muchos obreros parados. Me acuerdo de que cuando salí de casa los primeros días vestido de luto los vecinos me paraban, me besaban y lloraban. Muchas veces pensé que mis padres se habían ido a México y que vendrían algún día”.
Los mismos que los asesinaron narraron la muerte de mis padres: “Los llevaron en un coche a unos diez kilómetros de Mora, cerca de Orgaz. A la altura del cementerio pararon. Mi padre llevaba el ánimo muy caído acordándose de nosotros, según contaban ellos. Mi madre le iba confortando. Le decía que pensara en Dios, que él no quería más a sus hijos que Dios… Los colocaron para fusilarles y mi madre le vendó los ojos a mi padre con un pañuelo, y le cogió de la mano. Rezaba y decía jaculatorias. Entonces, mi madre se volvió al pelotón y dijo: “¡Viva Cristo Rey!”. Y así murieron. Fue providencial que mi madre fuera con él, porque lo consoló, lo ayudó, lo fortaleció. Mi madre murió mártir del matrimonio, entregada a su marido, por encima de sus hijos y sin que fueran a por ella: Morir por el matrimonio es morir por la fe. Murió casi como un sacerdote que ayuda a morir a una persona. Dieron un buen ejemplo cristiano. Valoro eso más que si me hubieran dejado tierras o dinero. Esto sucedió el 21 de agosto de 1936. Don Gabino había nacido en 1894 y Doña Paz un año después. Según las actas del Ayuntamiento tenían en el momento de su muerte 42 y 41 años respectivamente”.
Como hemos podido leer por lo declarado por su propio hijo, sus padres sufrieron la muerte, fusilados en la carretera de Mora a Orgaz, a la altura del cementerio de esta localidad, el 21 de agosto de 1936 por la tarde. Habían sido apresados a eso de las 4 de esa misma tarde. Sus cuerpos reposan en la Capilla de los Mártires de la parroquia de Nuestra Señora de Altagracia de Mora de Toledo.
[1] Juan ESQUERDA BIFET, José de Nazaret, página 81 y siguientes (Salamanca, 1989).
[2] Charles Joseph CHAPUT, Carta pastoral del Arzobispo de Denver (EEUU) en el 30º aniversario de la encíclica Humanae vitae, (22 de julio de 1998).
[3] San JUAN PABLO II en la Plaza de San Pedro durante el III Encuentro Internacional de las Familias, 14 de octubre de 2000.
[4] San JUAN PABLO II, Familiaris Consortio (1981), número 86.