Aunque hoy es domingo, he decidido reflexionar sobre el Evangelio de mañana lunes. Creo que es posible sacar más beneficio de esta reflexión, ya que nos señala directamente a nosotros mismos. El evangelio de este lunes es conocido por todos: una mujer adúltera es presentada ante Cristo. Se le acusa, pero ella no dice nada. El Señor escribe algo en el polvo del suelo y levanta la cabeza para señalar a los acusadores. Les dice: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra". Después, bajó la vista y siguió escribiendo en el suelo. Poco a poco, todos los acusadores fueron desapareciendo. Acusar es sencillo, sobre todo cuando nosotros mismos llevamos dentro la misma semilla de pecado. San Agustín señala una serie de aspectos muy interesantes en el Sermón 13:
Si juzgas a tu prójimo como te juzgas a ti mismo, perseguirás los pecados, no al pecador. Y si tal vez alguno, insensible al temor de Dios, se resiste a corregir sus pecados, será esto mismo lo que persigas en él, lo que intentes corregir, lo que te esforzarás en destruir y eliminar, para que se salve al hombre, condenado al pecado. Dos son los términos: hombre y pecador. Dios hizo al hombre, y el mismo hombre se hizo a sí mismo pecador; perezca lo que hizo el hombre, sea liberado lo que hizo Dios. Por tanto, no lo persigas hasta la muerte, no sea que, persiguiendo el pecado, pierdas al hombre. No lo persigas hasta la muerte, para que haya quien pueda arrepentirse; no des muerte al hombre, para que haya quien pueda enmendarse. Manteniendo en cuanto hombre este amor a los hombres en tu corazón, sé juez de la tierra; complácete incluso en atemorizar, pero ama. Si te muestras orgulloso, que sea contra los pecados, no contra el hombre. Sé cruel con lo que te desagrada incluso cuando está en ti, pero no con quien fue hecho como tú. Habéis salido de una misma fábrica, tenéis un mismo artífice, un mismo barro es vuestra materia prima. ¿Qué pierdes al no amar al que juzgas? Dado que pierdes la justicia, algo pierdes cuando no amas al que juzgas. Aplíquense los castigos; no lo rechazo, no lo prohíbo, pero con espíritu de amor, de caridad y de corrección. (San Agustín. Sermón 13, 8)
¿Quién de nosotros no es hijo de la época en la que nos ha tocado vivir? Sin darnos cuenta, vemos en los demás lo que llevamos dentro de nosotros. Nos quejamos de la Iglesia, pero esta Iglesia también somos nosotros. Nos acusamos mutuamente de todo tipo de errores y herejías, llevando estos mismos errores dentro de nosotros. Nos rasgamos las vestiduras constantemente. Mientras, como en la parábola del Publicano y el Fariseo, nos vanagloriamos de lo maravillosos que somos. ¿No nos parecemos a esa mujer que fue presentada ante el Señor? Unos nos acusamos a otros sin mirar realmente lo que llevamos dentro de nosotros. ¿Por qué perdemos tanto tiempo, esfuerzos y motivación en un constante juicio de unos a otros.
Es verdad que cada vez nos vemos más lejos unos de otros y que cada vez sentimos que tenemos menos en común con los demás. Este dolor interno se vuelca hacia los demás y al mismo tiempo, nos impide encontrar la misericordia. De hecho, el castigo de nuestra soberbia ya lo estamos viviendo. La ausencia de amor, caridad y corrección mutua, que destroza el cualquier oportunidad de vivir en comunidad. Esta es la esencia de la postmodernidad que nos individualiza, separa y enfrenta continuamente.
San Agustín dice: “Habéis salido de una misma fábrica, tenéis un mismo artífice, un mismo barro es vuestra materia prima. ¿Qué pierdes al no amar al que juzgas?”. ¿Qué perdemos al no amar a quienes juzgamos? Yo creo que lo perdemos todo, empezando por la capacidad de vivir la verdadera justicia. Justicia que es siempre inseparable de la misericordia.