San Juan Pablo II nos dice en la introducción de su Exhortación Apostólica Christifideles laici, en el punto 2: “En nuestro tiempo, en la renovada efusión del Espíritu de Pentecostés que tuvo lugar con el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha madurado una conciencia más viva de su naturaleza misionera y ha escuchado de nuevo la voz de su Señor que la envía al mundo como sacramento universal de salvación.”

Estas palabras me hacían recordar un texto bíblico que el Señor nos regaló en el año 2008, que dice así: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto, corrientes en el yermo” (Is 43,18-19).

Juan Pablo II afirma que la llamada a la misión y a la evangelización no se dirige solo a los pastores, sacerdotes y religiosos, sino que se extiende a todos; también a los laicos, que somos llamados por el Señor: “Id también vosotros a mi viña” (Mt 20,3-4). Precisamente, dos de los signos más importantes de su pontificado fueron el papel de los laicos y la nueva evangelización.

Cuando escribía esta reflexión, me daba cuenta de la gran relación y unidad de criterio que tiene la Christifideles laici de Juan Pablo II (1988) con la Evangelii nuntiandi de Pablo VI (1975) y la Evangelii gaudium del papa Francisco (2013). Tenía la sensación de que estas tres importantes Exhortaciones Apostólicas pueden suponer algo así como una trilogía que sitúa a la Iglesia ante uno de esos momentos especiales, un kairós podríamos llamarlo, un tiempo nuevo, un tiempo de gracia como nos decía el profeta Isaías.

La llamada a ser Pueblo de Dios en salida nos debe llevar a entender de manera renovada aquello de “vino nuevo en odres nuevos” (Mt 9,17); es decir, que la nueva evangelización debe ser nueva, con todo lo que eso implica: nueva en su ardor, métodos y expresión. No basta lo que hemos heredado del pasado, ni lo que hoy tenemos; tampoco se reduce a un maquillaje superficial, un barniz que podemos aplicar por encima a nuestra pastoral. Para que haya nueva evangelización hay que estar abiertos al cambio, y para abrirse al cambio antes debemos aceptar que lo necesitamos. No se trata de que haya un nuevo decorado ante nosotros, sino más bien un nuevo escenario que nos exige el tránsito de una Iglesia de mantenimiento a una Iglesia misionera.

A veces la dificultad no está en lanzar la red del otro lado, sino en renunciar a nuestra inercia de hacer las cosas como siempre las hemos hecho. Tantas veces esta rutina apaga la llama de la creatividad y nos mantiene en una monotonía asfixiante. Por eso afirma Juan Pablo II que el Concilio Vaticano II ha abierto un tiempo nuevo que supone una renovada efusión del Espíritu de Pentecostés en la Iglesia. San Juan XXIII abrió proféticamente las ventanas de la Iglesia para dejar entrar el viento creador del Espíritu Santo que hace nuevas todas las cosas. Si no tenemos este soplo renovador, no puede haber nueva evangelización.

Uno de los laicos participantes en el Sínodo para la nueva evangelización del año 2012, Pepe Prado, decía que se necesitan 4 elementos para que pueda darse una nueva evangelización: primero, haber fracasado para sentir la necesidad de algo nuevo; luego, ser apremiados por el amor de Cristo; además, nuevos evangelizadores que sean testigos; y finalmente, un nuevo Pentecostés que sea viento huracanado que nos saca de nuestra zona de confort y no aire acondicionado que nosotros controlamos.

Juan Pablo II insiste en que los laicos tenemos una dignidad en la Iglesia que nos debe llevar a asumir nuestra responsabilidad como piedras vivas que somos, participando de la triple misión de Jesucristo (sacerdotal, profética y real) que recibimos por el bautismo. Por eso decimos que la vocación del laico, la vocación del evangelizador es apremiante, rompedora a veces y verdaderamente profética. El papa Francisco dijo el 16 de diciembre del año 2013: “Cuando falta profecía en la Iglesia, se cae en el legalismo y el clericalismo”.

Nadie puede dar lo que no tiene y no se puede amar de verdad aquello que no se conoce en profundidad; por eso, si no estamos unidos a Cristo como los sarmientos a la vid, sabemos que no podemos dar fruto. Quizás hagamos muchas cosas, pero no daremos fruto. Aquí nos encontramos con el gran misterio de la Iglesia: comunión y evangelización. Si yo no estoy unido a Cristo, si no vivo en comunión con Él, no puedo estar unido en Cristo con los demás.

Claro que no hablamos de unicidad o uniformidad, pero sí de unidad en la diversidad. Debemos celebrar las diferencias porque suponen una riqueza y trabajar por una comunión orgánica que sea auténtica, en la que la diversidad y la complementariedad hagan posible que la Iglesia sea un cuerpo vivo y operante. Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17,21). Aquí está la clave: que todos sean uno para que el mundo crea. Comunión y evangelización.

Y es que la unidad nos impacta, nos inspira, nos maravilla y cuestiona a quien se encuentra con ella. Esto es así porque vivimos en un mundo roto por las divisiones y anestesiado de individualismo; por eso, la sintonía de la fe compartida y vivida con un mismo corazón y una sola alma es capaz de romper los muros de indiferencia que nuestra sociedad le ha levantado a Dios. Pablo VI decía en la Evangelii nuntiandi (60) que “la evangelización es un acto profundamente eclesial”. Nos necesitamos porque no somos autosuficientes. La Iglesia es un don y un regalo, pero también es un compromiso.

Juan Pablo II habla en la Christifideles laici de una comunión misionera, una comunión que es fuente y al mismo tiempo fruto de la misión. Dice: “la comunión es misionera y la misión es para la comunión”. La conversión cristiana también supone el paso del individualismo a la comunidad, de la independencia a la interdependencia, del aislamiento y el anonimato a la fraternidad en Cristo.

Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Este es el punto de partida y la meta definitiva de nuestra misión. No puede haber una nueva evangelización sin nuevos evangelizadores; evangelizar sin antes ser evangelizado, sería construir sobre arena. Escuché a alguien decir que el problema de la Iglesia no es que no evangelice, sino que evangelizan aquellos que no están evangelizados.

El papa Francisco afirmó en la vigilia de Pentecostés del año 2013 que necesitamos “una coherencia de vida que es vivir el cristianismo como un encuentro con Jesús que me lleva a los demás, y no como un hecho social”. Hay algo que se me quedó muy grabado de la película “Dios no está muerto 3”. Una chica joven le pregunta al pastor: ¿sabes por qué nuestra generación ha dejado la Iglesia? Porque todos saben lo que denuncia, pero cada vez es más difícil saber lo que anuncia.

Pablo VI afirmó que no hay evangelización verdadera mientras no se anuncie a Jesucristo; es decir, que la evangelización consiste y comienza con el primer anuncio, el kerygma. Este mensaje es necesario y es único; de ningún modo puede ser reemplazado, decía también Pablo VI. Nunca antes y siempre después, viene la catequesis; este es el proceso que debe seguir la pedagogía de la fe.

Los laicos, de manera especial, debemos comprometernos y estar a la altura de nuestra vocación y misión en la Iglesia y en el mundo, siendo responsables de que la Iglesia del tercer milenio sea cada día más una comunidad de discípulos misioneros. La pregunta es: ¿estamos dispuestos a asumir nuestra responsabilidad y permitir al Señor que suscite en nosotros esos líderes que Él está buscando para su propósito? El documento de la Conferencia Episcopal Española del año 1991, “Los cristianos laicos, Iglesia en el mundo”, termina diciendo: “La nueva evangelización se hará, sobre todo, por los laicos, o no se hará.

Estoy convencido que el Congreso de Laicos 2020 puede suponer un kairós, un tiempo favorable y un día de salvación (2 Cor 6,2) para la Iglesia en España, que nace en el Corazón de Dios, destinado a cumplir su propósito y realizar su encargo.

 

Fuente: Extracto de la ponencia de Onofre Sousa en el Consejo Pastoral Diocesano de San Sebastián del 14 de junio de 2014