Para conocer bien a Santa Teresita aparte de leer sus manuscritos autobiográficos, los tres cuadernos que componen su gran obra, Historia de un alma, hay que meterse a fondo a desentrañar los tesoros escondidos en sus otras obras. Entre ellas encontramos una muy especial, el cuaderno amarillo de la Madre Inés. Al ver a su hermana en la etapa final de su vida, su hermana Paulina, comienza a recoger las últimas conversaciones. El resultado es un complemento que ha de ser leído como colofón final de su autobiografía. Comienza el 6 de abril de 1897 y concluye el día de su muerte, el 30 de septiembre. El que se meta a saborear estas páginas quedará gratamente sorprendido además de conocer mucho mejor a la pequeña Teresa.
Como estamos a las puertas de la gran solemnidad de la Ascensión vamos a traer el recuerdo lo que vive Teresita en este día. De este modo nos metemos en el corazón de esa joven religiosa que ve cómo se apaga su vida terrena y comienza a poner cada vez con más serenidad y alegría la mirada en el cielo:
“Esta mañana, durante la procesión, estaba en la ermita de san José y miraba de lejos por la ventana a la comunidad en la huerta. Era fantástica esa procesión de religiosas con capas blancas; me hacía pensar en el cortejo de las vírgenes en el cielo. Al doblar el paseo de los castaños, os veía a todas medio tapadas por las altas hierbas y por los capullos dorados del prado. Era cada vez más delicioso.
Y de pronto, entre esas religiosas veo a una, de las más elegantes, que mira hacia mí y se inclina sonriendo para hacerme una seña de que me había visto. ¡Era mi Madrecita! Inmediatamente me acordé de mi sueño: la sonrisa y las caricias de la madre Ana de Jesús, y sentí que me invadía la misma impresión de dulzura que entonces. Y pensé: ¡De modo que los santos me conocen, me aman, me sonríen desde lo alto y me invitan a reunirme con ellos!
Entonces se me saltaron las lágrimas... Hace muchos años que no había llorado tanto. ¡Y qué dulces eran esas lágrimas!” (Cuaderno amarillo, 26 mayo).
Teresita se une a San José durante la procesión de rogativas propia del mes de mayo. Al ver a las hermanas en dicha procesión, pone su mirada en el cielo, quiere ir al cielo; parece que el cielo viene a verle y así sucede. San José, en cuya ermita se encuentra, le muestra la grandeza de los santos que están en el cielo y le esperan. Ha visto ya a una carmelita, la Venerable Madre Ana de Jesús, compañera de Santa Teresa de Jesús y fundadora de varios conventos por Francia (En estos momentos está muy avanzado su proceso de beatificación). Pero vamos a lo importante, a esta experiencia que vive Teresita y nos ayuda a nosotros a volver al mirada al cielo, a recordar esos momentos que Dios nos regala para hacernos ver que la vida verdadera está en lo más alto, en el cielo. Es lo que celebramos en la solemnidad de la Ascensión. Todo esto lo une la Santa de Lisieux y vuelve atrás en su vida para recordarnos ese otro momento de cielo que tiene en un sueño. Es lo que nos narra al inicio del Manuscrito B:
“El día siguiente era el 10 de mayo, segundo domingo del mes de María, quizás aniversario de aquel día en que la Santísima Virgen se dignó sonreírle a su florecita...
A las primeras luces del alba, me encontraba (en sueños) en una especie de galería. Había en ella varias personas más, pero alejadas. Sólo nuestra Madre estaba a mi lado.
De pronto, sin saber cómo habían entrado, vi a tres carmelitas, vestidas con capas blancas y con los grandes velos echados. Me pareció que venían por nuestra Madre, pero lo que entendí claramente fue que venían del cielo.
Yo exclamé en lo hondo del corazón: ¡Cómo me gustaría ver el rostro de una de esas carmelitas! Y entonces la más alta de las santas, como si hubiese oído mi oración, avanzó hacia mí. Al instante caí de rodillas.
Y, ¡oh, felicidad!, la carmelita se quitó el velo, o, mejor dicho, lo alzó y me cubrió con él. Sin la menor vacilación, reconocí a la Venerable Ana de Jesús, la fundadora del Carmelo en Francia.
Su rostro era hermoso, de una hermosura inmaterial. No desprendía ningún resplandor; y sin embargo, a pesar del velo que nos cubría a las dos, yo veía aquel rostro celestial iluminado con una luz inefablemente suave, luz que el rostro no recibía sino que él mismo producía...
Me sería imposible decir la alegría de mi alma; estas cosas se sienten, pero no se pueden expresar... Varios meses han pasado desde este dulce sueño; pero el recuerdo que dejó en mi alma no ha perdido nada de su frescor ni de su encanto celestial... Aún me parece estar viendo la mirada y la sonrisa llenas de amor de la Venerable Madre. Aún creo sentir las caricias de que me colmó...
Al verme tan tiernamente amada, me atreví a pronunciar estas palabras: «Madre, te lo ruego, dime si Dios me dejará todavía mucho tiempo en la tierra... ¿Vendrá pronto a buscarme...?» Sonriendo con ternura, la santa murmuró: «Sí, pronto, pronto... Te lo prometo». «Madre, añadí, dime también si Dios no me pide tal vez algo más que mis pobres acciones y mis deseos. ¿Está contento de mí?» El rostro de la santa asumió una expresión incomparablemente más tierna que la primera vez que me habló. Su mirada y sus caricias eran ya la más dulce de las respuestas. Sin embargo, me dijo: «Dios no te pide ninguna otra cosa. Está contento, ¡muy contento...!»
Y después de volver a acariciarme con mucho más amor con que jamás acarició a su hijo la más tierna de las madres, la vi alejarse... Mi corazón rebosaba de alegría, pero me acordé de mis hermanas y quise pedir algunas gracias para ellas. Pero, ¡ay!..., me desperté...
¡Jesús!, ya no rugía la tormenta, el cielo estaba en calma y sereno... Yo creía, sabía que hay un cielo, y que ese cielo está poblado de almas que me quieren y que me miran como a hija suya...
Esta impresión ha quedado grabada en mi corazón. Lo cual es tanto más curioso, cuanto que la Venerable Ana de Jesús me había sido hasta entonces del todo indiferente, nunca la había invocado, y su pensamiento sólo me venía a la mente cuando oía hablar de ella, lo que ocurría raras veces.
Por eso, cuando comprendí hasta qué punto me quería ella a mí, y qué lejos estaba yo de serle indiferente, mi corazón se deshizo en amor y gratitud, y no sólo hacia la santa que me había visitado, sino hacia todos los bienaventurados moradores del cielo...
¡Amado mío!, esta gracia no era más que el preludio de otras gracias mayores con que tú querías colmarme. Déjame, mi único amor, que te las recuerde hoy..., hoy, sí, sexto aniversario de nuestra unión... Y perdóname, Jesús mío, si digo desatinos al querer expresarte mis deseos, mis esperanzas que rayan el infinito, ¡¡¡perdóname y cura mi alma dándole lo que espera...!!!” (Ms. B 2rº-2vº).
¿Qué más podemos pedir?
¡El cielo es real!
¡Cristo asciende al cielo!
¡Los santos nos muestran el camino hacia el cielo!
Santa Teresita nos ha recordado su preparación a la fiesta de la Ascensión. ¿Cómo la vamos a vivir nosotros este año? Hagamos oración. Leamos a Teresita. Y pongamos la mirada en el cielo, como esa carmelita descalza que, escondida en la ermita de San José de su monasterio, mira, sueña y vive por adelantado la vida del cielo.