Ya vimos hace un par de semanas que el principal mérito de Hipatia fue el de comentar obras científicas de relieve, tales como Almagesto, de Ptolomeo, y Los Elementos, de Euclides. Esto encaja con el hecho de que vivió en un periodo de la historia, desde el año 200 al 600, que se llama la “época de los comentaristas”. Fueron unos siglos de estancamiento, incluso de declive del helenismo. Atrás quedaban las principales figuras filosóficas y científicas de la Grecia clásica, tales como Arquímedes, Aristóteles, Pitágoras, Ptolomeo y Galeno.

Este frenazo no se debió al cristianismo, pues esto de dedicarse a comentar lo hacían tanto los cristianos como los paganos. De hecho, el liderazgo intelectual después de Hipatia siguió principalmente en manos de los paganos, que también tenían entre sus discípulos a algunos cristianos que precisamente colaboraron en el progreso del conocimiento. El caso más significativo es el de Juan Filópono (490-570), cuyas ideas causan asombro entre los historiadores de la ciencia y del cual hablaremos en detalle dentro de alguna semana.

Con todo, a pesar de este periodo de declive, que algunos sitúan en torno al asesinato de Hipatia en el año 415 y a la falsa idea de que los cristianos hicieron desaparecer la Biblioteca de Alejandría, la ciencia y el conocimiento no desaparecieron en absoluto. A Hipatia le sucedió en Alejandría el también neoplatónico Amonio de Hermia, que estuvo enseñando hasta su muerte hacia el año 520 y, precisamente, fue el maestro de Filópono. Por otro lado, Amonio fue a su vez discípulo de Proclo (412-485), principal figura de la escuela neoplatónica en Atenas. Y podríamos añadir a varios personajes más.

Poco más tarde, en el siglo VII, la conquista de Alejandría por parte de los musulmanes supuso el declive definitivo de esta ciudad tan emblemática en la cultura clásica, que vio cómo El Cairo se posicionó como capital de la región y, especialmente, cómo Bagdad se erigió como el máximo exponente del conocimiento en los siglos VIII y IX. Pero, de nuevo, este fuerte cambio en lo que se refiere a la cultura-religión dominante no supuso la desaparición del conocimiento. Los musulmanes se interesaron por la ciencia y la filosofía. Su referente fue especialmente Aristóteles, y todo este legado se traspasó más tarde a los filósofos y científicos cristianos occidentales medievales, que a su vez sentarían las bases para la revolución científica que tendría lugar a partir del siglo XVI. Es curioso ver cómo el conocimiento científico-filosófico-religioso se fue propagando de forma ininterrumpida, casi milagrosamente, saltando de un sitio a otro. El mundo helenístico conoció diversos focos: Jonia, Grecia y Alejandría. Después vino el islam, que sirvió de puente para que, aproximadamente a partir del siglo XI y XII, con una Europa ya completamente cristianizada y bajo el impulso de los monasterios y las primeras universidades se fuera avanzando poco a poco hacia el liderazgo científico y tecnológico mundial.