Tras las fiestas navideñas, volvemos a la normalidad y con ella al trabajo de cada día. Los que no pueden hacerlo, lamentan su situación. Pero bastantes de los que sí pueden, también lamentan la vuelta, lo que no deja de ser paradójico.
Estos días de Navidad sorprendió ver accidentalmente, cómo un vecino daba un aguinaldo a la cartera. Ella lo agradeció con una sonrisa y añadió que lo repartiría con sus compañeros. Tenemos la suerte de tener una profesional competente, amable, sonriente y que contagia felicidad. Recientemente leí que, siguiendo la estela de un cartero francés que hablaba con los vecinos, han creado un servicio de atención y conversación con las personas mayores que lo soliciten a través de una Apps.
Me llama la atención ver una persona feliz con su trabajo porque con mucha más frecuencia oigo y leo opiniones en sentido contrario. Para estos, parece que el trabajo es una maldición de la que solo se libran algunos privilegiados.
Por el contrario, el buen trabajador, es un soplo de aire fresco en una sociedad cada vez más tóxica, donde la queja permanente y la mediocridad generan un ambiente irrespirable.
La tasa de paro en España, una de las más altas de Europa, es un drama que afecta a millones de personas. Pero a la vez, muchos puestos de trabajo se quedan sin cubrir y no siempre por falta de perfiles adecuados. Sin duda alguna, el nuevo estilo de vida y la escasa valoración que tiene el trabajo en la sociedad actual tiene mucho que ver.
Es preocupante aquellos que viven solo para trabajar, pero también lo es ver a otros muchos que lo evaden y pretender vivir a costa de los demás. Resulta triste oír a jóvenes, con apenas algunos trienios de experiencia laboral, cómo desean jubilarse o que la fortuna les libre de tan penosa tarea. Esta idea negativa del trabajo ha calado en la cultura actual y de ello hacen gala algunos comunicadores y líderes políticos o sindicales.
Por el contrario, es frecuente escuchar oír a la gente honrada y con sentido común, quejarse de que no entiende nada de lo que está ocurriendo y cómo nos han cambiado los principios. Uno de los mayores insultos que podían usar nuestros mayores era decir de alguien: “Es un mal trabajador”. A la vez nos transmitieron que la única forma honrada de prosperar en la vida es trabajar y ahorrar. Luego vino lo de que “este país es el lugar donde se puede ganar más en menos tiempo”, y ahora vemos los frutos.
Ser buena persona y ser buen trabajador estaban ligados y era una de las metas de la educación. Las condiciones de trabajo no eran mejores que las de ahora, ni había las protecciones laborales que hoy existen, pero se entendía que el trabajo era condición consustancial del ser humano y estaba mal visto quien no trabajase o no hiciera bien su labor. Sin embargo, en algunos ambientes, el buen trabajador está bajo sospecha por parte de sus compañeros.
En definitiva, el valor del trabajo ha sido devaluado, ha perdido el sentido que la tradición occidental y cristiana le daba. Como decíamos en un artículo anterior, las ideas son el mar y a espuma son los hechos, por ello no es de extrañar las consecuencias que ha tenido el cambio de la idea de trabajo.
Por ello, hay que recordar que el trabajo es consustancial con el ser humano desde su origen. Los logros conseguidos en hacer menos duro el mismo no quitan la carga de esfuerzo y fatiga que conlleva. Desde el comienzo, se nos advierte: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Más tarde San Pablo, que no solo predicó, sino que hizo las tareas más humildes, señaló que “quien no trabaje, que no coma”. Los monjes medievales sintetizaron el sentido de su vida con el famoso: “Ora et labora”.
La larga tradición de ensalzar el valor del trabajo ha sido una constante en el cristianismo, especialmente en los últimos siglos como recoge la doctrina pontificia y conciliar. A título de ejemplo, San Juan Pablo II, que en muchas ocasiones habló del trabajo, dijo: Con el sudor de la frente ha trabajado el agricultor o el obrero siderúrgico. Y con el sudor de la frente, con tremendo sudor, agoniza Cristo en la cruz. No se puede separar el trabajo humano de la cruz.
En una sociedad como la actual que tiene como único fin de toda actividad el placer inmediato y el bienestar, es muy difícil entender el valor y el sentido del sufrimiento y, por tanto, del trabajo.
Este sufrimiento no justifica ningún tipo de explotación del hombre, por ello “no se puede admitir que el hombre sea considerado o se considere a sí mismo solamente como un instrumento de producción... de ello deben acordarse tanto los trabajadores como los que proporcionan trabajo” añade en el texto citado San Juan Pablo II.
Lo peor de todo es que no se escuchan ni se leen argumentos que manifiesten otras dimensiones del trabajo. No se suele hablar de la dimensión creadora, solidaria o redentora, en el caso de que se tenga una visión cristiana de la existencia. Una vez más hay que recordar las palabras de Burke: “Para que el bien triunfe, basta con que los buenos no hagan nada”. También aquí debemos volver a las fuentes y recuperar el sentido del trabajo que nos han robado.
JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD.