Hoy día, como hace dos mil años, la Iglesia es materia de resurrección.
No puedo evitar pensar en el paralelo de nuestra iglesia actual con la iglesia del año 33.
Después de la muerte de Jesús, los discípulos estaban asustados, desperdigados y pensando en recoger los bártulos y volver a sus redes tras tres años de una aventura que, literalmente, los había llevado hasta a caminar por las aguas.
Aquella recua de discípulos desnortados era una Iglesia que había visto milagros, testimoniado la resurrección de muertos y expulsado a demonios inmundos. Habían visto al Jesús de la transfiguración y habían comido con pecadores transformados después de tocar a leprosos sanados. Nada parecía imposible para aquellos galileos que caminaban seguros tras la estela del Maestro que convertía en vino el agua proveyendo de alimento a las multitudes con apenas cinco mendrugos improvisados.
Y aún así, en un suspiro, aparentemente todo se fue a pique y los que acompañaban al Mesías que triunfante entró en Jerusalén, ahora eran poco más que un despojo de hombretones atemorizados renegando de los sueños que habían albergado siendo compañeros de cuadrilla del rabino de Nazaret.
Podemos aprender mucho de ellos.
De la gloria del tabor a la negrura del calvario hay apenas un paso, y si hoy estamos aupados en lo más alto, mañana podemos encontrarnos doblados viviendo nuestras horas más bajas. Nadie es dueño del momento que vive, y lo que hoy es alegría, se puede convertir en un trago amargo de hiel en apenas un instante.
Y es que no sabemos quienes somos hasta la hora de la prueba, por más promesas y fervorines que tengamos, por más cilicios y disciplinas que nos impongamos, por más dones y carismas que ejerzamos. A la hora de la verdad, todos tenemos un poco de Santiago, Pedro y Juan, capaces de estar con él en lo más íntimo y a los cinco minutos caer dormidos, rendidos por el sopor, incapaces de estar una hora en vela con el amigo que sufre en el huerto.
Pero nada queda ahí.
La historia de la pasión se convierte en Pascua cuando entendemos que todo era parte del camino que llevaría a la Resurrección. De la misma manera, las ilusiones y esperanzas, los pecados y cobardías de aquellos hombres, sus aciertos y errores, fueron parte del camino que los llevaría hasta dar la vida abrazando la misma cruz de la que en primera instancia huyeron.
Todos tenemos un proceso, y en la suma total de la balanza de nuestra vida, tenemos que computar la palabra redención para que nos salgan las cuentas y poder descansar en la confianza de que con la entrega de Jesús, al final todo cuadra por obra y ministerio del Espíritu Santo.
La iglesia de hoy en día no está ni mejor ni peor que la de hace dos mil años. Simplemente es la de ahora, la del tiempo de Dios que vivimos.
Tiene sus grandezas, sus pequeñeces, sus pecados y sus virtudes. Quizás nos escandalice más algún que otro tema, o nos parezca que las cosas nunca se han sentido en pendiente tan hacia abajo como en el presente. Pero creerlo así es una ilusión, una simple falta de perspectiva. En el conjunto de las matemáticas y el kairós de Dios, todo cuadra de igual manera y todo computa (el pecado, la crisis y la infidelidad; la virtud, la oportunidad, la santidad). Todo cuadra porque Jesús resucitado está ahí en la ecuación, para hacer sumar con su sangre a esa gota de agua de humanidad que arrastramos, para hacerla gloriosa y materia de eternidad.
Hoy es el día de la Resurrección, en el que gustamos del anticipo de la gloria futura contemplando la victoria eterna que se ha hecho presente en nuestra actualidad en la persona de Jesucristo. Y aún así, dentro de unos días, se nos habrá pasado el fervor del día de la Resurrección e igual nos de por agarrar la vieja barca otra vez y ponernos a faenar toda la noche.
Como en la Iglesia Primitiva, seguro que entonces Jesús se acercará a nuestro Tiberíades, y desde la orilla nos verá trabajar fatigados, cansados de tanto penar bajo el esfuerzo de nuestro propio criterio y mérito. Él nos invitará a confiar, a echar las redes una vez más, y acercarnos a la orilla a desayunar lo que nos ha preparado. Y si tenemos el corazón disponible, lo reconoceremos y disfrutaremos con Él del banquete que nos ha cocinado.
Y tras la copiosa comida, nos hará la pregunta de la resurrección.
No nos preguntará cómo nos va, si lo estamos haciendo bien, si nos hemos esforzado mucho. Tampoco le importará nuestro pasado, ni cómo hemos llegado a donde estamos. Aceptará por igual a los acobardados, los dubitativos, los temerosos y los que estuvieron al pie del cañón y a la puerta del sepulcro.
No preguntará por aquella noche de pesca infructuosa, nos hará la pregunta de la mañana gloriosa de la pesca milagrosa.
Y esta pregunta nos dará la clave para poder entrar una vez más en el gozo de la paternidad de Dios que Jesús nos vino a comunicar. La misma clave que el joven rico falló en entender cuando le preguntó al Maestro qué era lo que tenía que hacer.
El Maestro, nos hará una sola pregunta, como individuos y como Iglesia. La misma que lleva haciendo dos mil años desde su Resurrección. Esta pregunta es el único criterio, el examen final, la medida de lo que somos y lo que queremos ser.
Sin mirar atrás, mirándote a los ojos, Jesús te preguntará:
Fulanito, fulanita… Simón, Pedro… María, Marta, Lázaro… Iglesia de hace dos mil años, Iglesia de 2022… ¿Me amas? ¿Me amas más que estos? ¿Me amas más que a tu vida?
Y la respuesta no es otra que abrazarse a Él y entrar a disfrutar para siempre del gozo de Su felicidad, la bienaventuranza perpetua de estar con el Padre, la alegría eterna de contemplar Su Gloria por toda la eternidad.
Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.
¡Jesús ha resucitado! ¡La Iglesia ha resucitado una vez más! ¡Los cristianos hemos resucitado!
Todo el polvo del camino queda atrás… solo queda el Amor y la Presencia que nos trae el Camino, la Verdad, la Vida.
La victoria es de nuestro Dios y es la herencia de nosotros, sus hijos.
¡Gloria al Cordero resucitado porque en Él la Iglesia ha resucitado y resucitará!