Enfilamos la recta final hacia la noche santa y definitivamente la viviremos en casa. Varias son las imágenes bíblicas que se me ocurren al respecto pero me quedo con tres que voy a relacionar aquí:
La primera tiene que ver con el evangelio del pasado V domingo de cuaresma y efectivamente con la imagen que muchos, incluido el Papa, han subrayado.
Jesús llora.
La humanidad de Jesús se estremeció. Lloró por su amigo, por sus hermanas por la situación.
Le dolió.
Me contaron una vez la anécdota de un seminarista que le inquietaba predicar en las exequias ante su inminente ordenación de diácono por si no era capaz de dar una palabra de ánimo, de vida y de esperanza ante la muerte. El hecho es que en la primera ocasión que se le presentó, resultó ser el entierro de un bebé y cuando llegó el momento de la homilía no pudo articular palabra, se acongojó y se puso a llorar. Al finalizar y después de haberse rehecho para terminar la ceremonia, se le acercó el padre, le estrechó la mano y le dio un sincero y sencillo: “gracias” y comprendió que había hecho la mejor homilía posible.
“Alegraos con los que se alegran; llorad con los que lloran” (Rom 12, 15)
Y es que es momento de amar. No desde la tristeza y la desesperación sino desde la esperanza en la vida eterna y la serenidad de la fe. Amar desde lejos y desde cerca. Amar al fallecido y los familiares. Amar al cercano y al lejano. Al creyente y al no creyente. Al amigo y al extranjero… es momento de amar al ser humano. Porque “Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha” (I Cor 13, 3)
Y por su puesto, el sepulcro. Lázaro y su cueva, sus vendas y su impotencia para salir de su muerte. La cueva de Lázaro ante la que Jesús lloró porque le duele la situación de su amigo atado, aislado y oliendo a muerte como hace el pecado con nosotros. Jesús llora, pero no sé queda ahí y arranca a su amigo de la muerte, porque: “Es fuerte el amor como la muerte” (Ct, 8)
Cueva como la del gran profeta del Antiguo Testamento que se enfrentó a Jezabel y sus cuatrocientos cincuenta profetas de Baal a los que pasó a cuchillo. Pero cuya victoria, no provocó precisamente la conversión de la reina sino que espoleó su sed de venganza y juró no descansar hasta acabar con él. Asustado y deprimido, Elías se refugia solo y aislado en la cueva del monte Horeb, harto de la lucha, derrotado y hasta con ganas de morirse (I Rey 19). Allí subsiste por la providencia divina y es momento del descanso y la meditación para reponer fuerzas y reiniciar el camino más tarde con nuevas órdenes de Dios, cómo será ungir a un nuevo rey y entregar el testigo a Eliseo. Elías es un hombre libre, poderoso en obras, un hombre de Dios, pero se desanima ante el avance del mal a pesar de todo y teme por su vida. Y Dios lo recupera, lo rescata de las fauces del miedo y la desesperación con amor y delicadeza. Dios habla con él y le anima. No le juzga ni le condena por haber huido y encontrase en una situación anímica tan frágil, sino que con delicadeza y suavidad, le recupera para la causa. Porque: “El amor de Yahveh no se ha acabado, ni se ha agotado su ternura” (Lm 3, 22)
La última imagen que quiero extraer es precisamente la Pascua judía, que comienza con la fiesta del Pesaj que significa “salto” porque los israelitas se protegieron en sus casas marcadas con la sangre de cordero para que la muerte pasara de largo, “saltara”, y no les hiciera daño en la última plaga que acabó con todos los primogénitos de Egipto. Un clamor de dolor se oyó aquella noche en palacio porque el Faraón perdió a su hijo y por fin, decidió dejar salir al pueblo hebreo (Ex 12). Es el Pesaj donde el pueblo, por voluntad de Dios, se protege en sus casas hasta que pase la desgracia y puedan salir en pos de su liberación.
Tres situaciones pues, de confinamiento hemos extraído de la biblia. Tres diferentes situaciones para reflexionar en nuestra realidad y preparan la Pascua más difícil que nos podríamos imaginar y que permanecerá para siempre en nuestra memoria. Tres casos en las que muerte y vida se dan cita en un prodigioso duelo…
Pero que donde el pecado, la tristeza y la muerte no vencen. Porque: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿los peligros? ¿la espada? Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna, podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro.” (Rom 8, 35. 38-39)