La naciente Unión Europea de los años 50 del pasado siglo se sutentaba sobre las bienintencionadas premisas de crear una unión que permitiera unas relaciones de cooperación y amistad entre sus pueblos que hiciera imposible la repetición de un apocalipsis como la recién terminada II Guerra Mundial. Pese a que esas buenas intenciones partían de algunos supuestos correctos, como eran la articulación del nuevo espacio a partir de todos aquellos elementos que los pueblos europeos tenían en común -herencia grecolatina y judeocristiana-, pronto los rumbos se tornaron puramente economicistas y tecnocráticos.
Europa, desde entonces, se ha ido construyendo sobre un concepto de control de las variables económicas orientado a mantener en todos sus territorios el llamado estado del bienestar, caracterizado por la presencia del gasto público en todos los ámbitos de la sociedad como garantía de ese bienestar. Desde hace al menos dos décadas, ese concepto ha quebrado, y desde el Tratado de Maastrich el proceso europeo ha continuado sobre bases falsas y movedizas.
Hoy ya se perciben con claridad los nefastos efectos de una política exclusivamente tecnocrática y de laboratorio, ajena a la realidad de los mercados internacionales y que ha disparado la mayor falacia de la misma: muchos estados se han estado gastando lo que no tienen, en busca de un supuesto progreso y bienestar que en el fondo no era sino una gran mentira, pues no se había construído sobre el esfuerzo de los propios ciudadanos, sino sobre los préstamos de otros países. Grecia, Portugal y España aparecen ahora como los grandes impostores, y sistemáticamente de la mano de gobiernos socialistas.
Pero al mismo tiempo salta por los aires, y por ésto solo cabe felicitarse, un proyecto paralelo de construcción de Europa sobre unas bases culturales e identitarias falsas y prefabricadas: el pontencial del estado-nación seguía siendo la fuerza predominante en todos los países de la Unión, y había que vencer esta resistencia a un proyecto de integración y unificación que en cualquier caso iba a violentar tales sentimientos nacionales. Y esto se acometió atacando las bases sobre las que tradicionalmente se habían constituído esos sentimientos tan fuertemente arraigados, como eran las culturas y tradiciones propias de cada estado miembro, sus señas de identidad, su lengua común, sus instituciones particulares y sus símbolos nacionales. Y este proceso también ha estado dirigido por gobiernos socialistas en toda Europa.
La alianza con nacionalismos periféricos, la potenciación de los localismos disolventes de los estados tradicionales, unida a la constitución de elementos de identidad común de nuevo cuño que sustituyeran al tradicional legado grecolatino y judeocristiano que, a la postre, estaba en la raíz de los estado nacionales, han sido los medios elegidos para ello. A esto se suman los pasos dados a nievel monetario e institucional para recortar progresivamente la soberanía de los propios estados sobre sus recursos.
El marco común unificador sobre el que se ha tratado de construir venía a ser una mezcla de las principales sensibilidades sociales surgidas a `partir de los años sesenta: un cócktail con dosis variables de ecologismo, pacifismo, feminismo, interculturalismo, relativismo, subjetivismo y sobre todo, mucho hedonismo, la mejor vacuna contra la mirada crítica del ciudadano hacia el poder. Mientras se operaba el proceso, había que mantener a los ciudadanos europeos en una fiesta contínua, fiesta que suponía grandes desembolsos de medios y recursos.
El fracaso y hundimiento del proyecto que está ocurriendo ahora mismo ante nuestros ojos ha provocado una reacción a la desesperada de los constructures del mismo en un intento de salvar lo más posible, reacción que, como siempre que se actúa desde la desesperación ante un colapso inminente, lleva aparejadas ciertas dosis de violencia y agresividad. Desde ahí se explican muchas cosas, desde la virulenta campaña de acoso y derribo a la Iglesia Católica, y a la figura de Benedicto XVI en particular, al ataque directo a muchos símbolos y tradiciones nacionales de los estados miembros.
La reacción beligerante de los pueblos de Europa ante la crisis, la inmigración masiva y la disolución de las identidades nacionales, pueblos que, aunque son inconscientes del proceso, se muestran celosos de sus identidades, está teniendo como respuesta el ataque a los símbolos cristianos y a la historia propia de cada estado por parte de los constructores de la “Europa feliz”, en un intento de mantener a esos mismos pueblos ajenos al proceso que se sigue, partiendo del establecimiento de un “chivo expiatorio” que les permita mantener la ficción del macroestado del bienestar ecológico, pacifista, feminista e intercultural.
Porque saben y ven que la nave se les hunde irremediablemente, y se les hunde por el lugar que menos habían sospechado, por la base económica, en la que ya hay abiertas al menos tres vías de agua muy preocupantes, que son Grecia, Portugal y sobre todo España. El euro está a punto de saltar por los aires y alemanes y franceses cada vez están menos dispuestos a hacerse cargo de los derroches de los juerguistas fiesteros. Y los juerguistas tienen que dar pienso a sus piaras: ¡leña al Papa, a Franco, al Valle de los Caídos y si hace falta, al Cid Campeador, gran enemigo de la Alianza de Civilizaciones necesaria para terminar de disolver los restos de la identidad de los pueblos de Europa!