Hace unos días, una familia me mandó esta carta. Me parece que es una buena campanada para el día de Navidad, porque se repite el evangelio de hoy: “Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron”. No necesita comentarios:
“En el templo de la Parroquia se iba a celebrar una obra de teatro por Navidad.
Nuestro hijo, con discapacidad intelectual, estaba emocionado con la idea de participar en la obra de teatro; había acudido a los ensayos contento y aunque no tenía un papel dentro de ella le habían dicho que iba a ser el ayudante del organizador. Él disfruta estando con otros niños, lo que le ayuda de un modo increíble a sobrellevar su discapacidad y a hacerle la vida más alegre y feliz.
El día de la función me llamó aparte una catequista responsable y me comunicó que mi hijo no podía participar en la obra ni como ayudante. Le propuse que estuviera en la sacristía indicando a los actores cuándo salir, o cualquier otra actividad, aunque no fuera de cara al público para no incomodar a nadie, pero que pudiera hacer algo, aunque fuera muy simple, de modo que se pudiera sentir parte del grupo. Me confirmó que ello no era posible, y acaté la decisión, aunque me costó entenderlo, porque siempre acude con una persona de apoyo que pagamos nosotros y sabe guiarle en todo momento. En otras actividades de ocio, sabiendo guiarlo, se comporta bien.
Conozco las limitaciones de mi hijo y no quería pretender que apareciera delante del público y pudiera “romper” la armonía de la obra, de modo que me contentaba con las “migajas” para él. Sin embargo, la indicación fue inflexible: “Sólo podía participar como un espectador más, dentro del público”. Ni las migajas…
Finalmente presenció la obra con sus padres en el último banco de la iglesia, como un espectador más, y ajeno al grupo de niños al que pertenecía.
Ante este hecho, me pregunto: ¿qué hubiera hecho la santa -titular de esa parroquia- si estuviera aquí presente? Tengo la convicción de que no lo hubiera permitido. Antes hubiera cancelado la obra de teatro que permitir ese “apartar” a mi hijo por motivo de su discapacidad intelectual. El problema reside, creo yo, en que queremos hacer cosas bonitas ante los ojos de los hombres, sin preguntarnos antes qué es lo que a Dios le gustaría. Y la respuesta es bien sencilla: “deberíamos hacer las cosas bonitas ante los ojos de Dios, independientemente de su belleza ante los ojos de los hombres”. Porque, en caso contrario, caeríamos de nuevo en lo que ya denunció el mismo Jesucristo en su época: la actitud de los fariseos, que buscaban las alabanzas de los hombres por encima de todo.
Por el contrario, Jesús siempre priorizó el corazón de las personas sin importarle lo que pensara el resto de la sociedad. Ahí tenemos el episodio del ciego, el sordomudo, paralítico, la prostituta, los niños a los que sus discípulos no dejaban acercarse para no molestar… No le importó en ningún momento ser criticado por no seguir las normas de la sociedad y de cuidar las apariencias.
Estoy seguro de que Jesús hubiera procedido de otro modo, porque, de lo contrario, estamos haciendo cosas inútiles. Nos afanamos en hacer cosas que no sirven de nada si no ponemos en ellas los ojos y el corazón de Jesús.
Si la vida es complicada para las familias, para aquellas que tenemos hijos con discapacidad es muchísimo más difícil. Y si esta discapacidad es intelectual, aún mucho más. Hechos como el descrito nos hace plantear si esta Iglesia es la que realmente quiere Jesús, o debería ser algo más, una Iglesia Madre, que quiere a todos sus hijos, y especialmente con locura a aquellos que tienen discapacidad y, por lo tanto, con muchísimas dificultades añadidas, que generalmente son desconocidas por el resto de la sociedad. No tengo la menor duda de que estos niños son los predilectos de Jesús y María, y todo lo que les hagamos a ellos se lo hacemos a Jesús y a María. El problema reside en que esto, que en mi caso lo veo tan claro, no es tan evidente a los ojos de los hombres.
Si en lugar de ser mi hijo se hubiera tratado del Niño Jesús, toda la parroquia se hubiera volcado en atenciones y hubiera evitado ese alejamiento del resto de niños. Sin embargo, no era el Niño Jesús, sino simplemente un niño con discapacidad intelectual. Bueno, mejor pensado, al igual que al Niño Jesús no se le dejó espacio en la ciudad de Belén, a mi hijo tampoco se le dejó participar. La historia se repite: Jesús queda marginado. De nuevo estamos en Belén. Ahora en la persona de mi hijo, pero es el mismo Jesús quien tiene que buscarse un hueco por ahí fuera.
Si somos auténticos cristianos deberíamos ver en los más débiles al mismo Niño Jesús, y entonces, y sólo entonces, nuestro corazón cambiaría radicalmente, y situaciones como la indicada no sucederían. Nos suceden a nosotros, que todavía vamos a misa, porque sé de muchas familias, que han dejado de ir a la Iglesia por estos hechos tan dolorosos.
Se trata de un pequeño detalle, quizás pudiera parecer algo insignificante, pero si estos detalles no se cuidan en la Iglesia, no estaremos haciendo lo que Jesús quiere para nosotros. Podemos hacer sacrificios, ir a misa, dar limosna, organizar estupendos festivales, etc., pero si descuidamos el Amor, todo lo demás sobra. Vestiduras blancas, pero con el corazón hueco”.