Sepa el amable lector que, salvo algún que otro artículo que se me sale de madre y que, en consecuencia, es muy poco o casi nada leído, siempre escribo pensando en un hipotético lector que cuenta apenas con el graduado escolar en ESO y el sentido común que Dios le haya otorgado para abordar el tema de que se trate. Sepa también que a veces recurro al lenguaje chabacano de la calle para ello, y sepa, en fin, que prescindo muchas veces de las “altas razones teológicas y espirituales” que a muchos gustarían por abundar en ese simple lenguaje del sentido común.
Pues bien, es el caso que me hallaba hace poco meditando sobre el profundo misterio de la mente “progresista”, al hilo de las últimas algaradas callejeras en favor de Stalin, cuando una clave interpretativa vino a mi como si en ese momento se hubiera encendido una de las bombillas de bajo consumo del Ministro Sebastián: la esencia y la razón de ser del profundo misterio de la mentalidad “progresista” hoy en día no es otra que el ¡queremos “de” follá!.
Hubo un tiempo en el que muchas personas, agrupadas artificiosamente bajo el epítome de “las clases bajas”, compartían la común condición de estar muertos de hambre. En aquellos gloriosos tiempos de la revolución proletaria, el grito de guerra, y bien justificado, era el ¡queremos “de” comé!. Hoy en día este grito aún pervive en muchos países y regiones del planeta, y la respuesta al mismo procede casi sin excepciones de diversos colectivos pertenecientes a la Iglesia Católica. Esto puede demostrarse sin ningún problema con datos y cifras. Y ese grito, que es a su vez un grito por la justicia, no sólo tiene toda la legitimidad humana posible, sino que es a su vez un mazazo para las conciencias (¿conciencias?) de nuestro mundo feliz occidental.
Pero claro, en este nuestro mundo feliz occidental hace tiempo que desaparecieron esas “famélicas legiones” sobre las que se edificó aquél primer “pensamiento progresista”, por lo que el mismo perdió su principal “leit motiv”, que rápidamente tuvo que ser reemplazado por otro análogo, que apelara igualmente a algún instinto de raíz orgánica que difícilmente pudiera ser negado u obviado y cuya satisfacción se hiciera imperativa. Y así surgió el ¡queremos “de” follá!
Y así, la mente “progresista” asumió el ¡queremos “de” follá! como fundamento último de toda su acción política, siendo las primeras medidas a adoptar la eliminación progresiva de todo aquello que supusiera un límite al sano y libre ejercicio del “follá” en las “avanzadísimas” sociedades posmodernas: el matrimonio, obsoleta institución que encorsetaba la práctica de esa imperiosa necesidad orgánica, instituciones como ciertas iglesias, y muy especialmente la católica, repugnante organismo que establecía principios morales acerca de tan sano instinto biológico, la familia como célula de la sociedad, y el sistema educativo.
La mente “progresista “ tenía muy claro que el voto realizado desde los instintos y las bajas pasiones siempre sería mayoritario en una sociedad a la que previamente había que descerebrar de forma que sólo pensara con las partes bajas, y de este modo se acuñó una receta simplísima de muy fácil difusión y generalización en estas sociedades: “progresistas”, los que defienden el “de follá”, el cachondeíto, el buenrrrrrrrrollito y el viva el rock and roll; “fachas”, los que no les gusta el “de follá” y quieren prohibir el cachondeíto, van de muy malrrrrrrrrollito y sólo oyen a Manolo Escobar.
Ciertamente, tal receta sólo puede funcionar en mentes previamente reducidas a una subnormalidad profunda, para lo cual se utilizaron tres armas privilegiadas: el sistema educativo, los medios de comunicación y una especie de “culturetilla” oficial subvencionada que se ocupara de fabricar múltiples productos de consumo promocionando el “de follá”: el cine, con una legión de Almodóvares y Bigaslunas, el teatro, la danza, la música...
En cuanto a los medios, el sistema era simple: si ofreces productos potenciando el “de follá”, tienes más audiencia y obtienes más beneficios, de forma que comenzaron a proliferar las “fisicasoquimicas” y demás engendros similares, y el buenrrrrrrrollito se potenció a base de Buenafuentes y Sardás, Izaguirres y Guayomins. Y junto al “de follá” se potenció también el permanente “enamoramiento” adolescente como estado vital crónico al que todo ciudadano debería aspirar. Y cuando el cuerpo ya no puede “de follá”, eutanasia y fuera.
A la acción en el ámbito de la educación, con asignauras hipersexualizadas y reparto de condones, se unió una legislación potenciando formas de sexualidad alternativas, facilitando las disoluciones matrimoniales e invitando a las mujeres a lanzarse al “de follá” en igualdad de condiciones que los hombres, eliminado las molestas consecuencias que para ellas suponían los posibles embarazos mediante píldoras y abortos o la dependencia secular que por siempre habían sufrido con relación al macho insolidario.
Y todo ello unido a una satanización de la otra mitad de la sociedad presentándoles como si fueran los grandes enemigos del “de follá”, siendo el estandarte por antonomasia de esta intolerable represión la Iglesia Católica. Había que hundirla. Y comenzaron a buscar miembros de la misma que recurrieran a extravagancias para satisfacer sus también irreprimibles ansias “de follá”, tales como la perversión de recurrir a niños para ello, de forma que apareciera la institución entera ante los muy progresistas y ciudadanos jóvenes como prevertidos oscurantistas dispuestos a todo.
Pues bien, cuando la política se reduce a separar a la sociedad entre los que les gusta “de follá” y los que no, sucede que una mitad de esa sociedad acaba votando con sus órganos, siendo incapaz de ver los problemas reales a los que tienen que enfrentarse, mientras que la otra mitad sigue votando con su cerebro, precisamente porque aún es consciente de esos mismos problemas, lo que hace que ordenen sus también irreprimibles ganas “de follá” a ciertos lugares y momentos, simplemente para poder ocuparse de toda esa amplia gama de situaciones que requieren su urgente atención.
Y sucede también que una parte de la sociedad acaba asumiendo que la gestión de su vida privada, su ocio, su sexualidad, sus creencias, sus gustos musicales, sus copas del finde, debe ser asumida por el Estado. ¿La gestión de la vida privada, en manos del Estado? ¡Locos! ¡Jamás se ha concebido peor totalitarismo que éste, pese a que ya en su día tanto Hitler como Stalin intentaron acceder a esta zona! ¡Prohibido fumar en todos los espacios públicos! ¡Ah! ¿Acaso los bares y restaurantes no son propiedad privada?
¿Y qué se han creído nuestros ilustres progresistas que es la moral sexual, sino colocar y ordenar la sexualidad situándola en ciertos espacios y tiempos para poder organizar el resto de la existencia según una escala de valores racional, y no animal? ¡Oigan, miren ustedes, es que tenemos mucho trabajo, señores, tenemos que sacar adelante todo un país! ¿Les importaría echarnos una manita, por favor? ¡No, no, queremos “de” follá!