Está claro que vivimos en la era postmoderna: en vez de hablar, el otro día chateaba con un amigo sacerdote que estudia en Roma- quien colabora en un blog que recomiendo fervientemente llamado abrazados a la verdad- y entre todo lo que nos contamos salió el sempiterno tema de los cambios en la iglesia.
Como ambos somos de la misma quinta, no es de extrañar que coincidamos en la pasión por encontrar cosas nuevas, y no por un afán de cambiar las cosas por cambiarlas, sino por algo mucho más profundo que yo creo que viene de Dios. Gracias a gente como él, sé que no soy estoy solo esperando ver cosas refrescantes en una iglesia que sin haber perdido un gramo de verdad, ha perdido quintales de frescura en los últimos tiempos.
Creo que no soy el único que tiene la sensación de que nuestras parroquias están llenas de los muebles, los libros y las costumbres de los años 70 y 80. Es lógico, pues la reforma litúrgica que vino con el misal de los años 70- que incluso cambió físicamente las iglesias- trajo consigo la necesidad de una nueva música y la apertura a una nueva manera de actuar- la conocida “hora de los laicos” y el aggionamento.
Esta iglesia, que vivió el postconcilio, fue una iglesia convulsa pero extremadamente creativa, con una capacidad de adaptación admirable. De ella nacieron lo que hoy son los movimientos, así como un sinfín de personas e iniciativas para hacerla relevante- con sus éxitos y fracasos, así como sus aciertos y errores.
Un ejemplo es la música: yo comencé mis pasos en la fe escuchando y cantando a gente como Brotes de Olivo, Gonzalo Mazarrasa, Kairoi, Luis Alfredo (creador del Multifestival David). Eran músicos que aparecieron entre los 70 y 80, hijos de una época en la que se desarrolló una grandísima parte de la música que se escucha hoy en las parroquias.
Pero esto no fue lo único, de alguna manera llegó una primavera del Espíritu en forma de nuevos movimientos, asociaciones y formas de vivir la espiritualidad. Con ellas también grandes figuras en las que mirarse, como Juan Pablo II, la madre Teresa, Kiko Argüello, l’Abbé Pierre, Chiara Lubich y Don Luigi Giusiani. Grandes personalidades que inspiraban a tantísimos a seguir radicalmente a Cristo.
A la par aparecieron realidades sin cabezas tan visibles, como Taizé, donde jóvenes de toda Europa acudían en busca de Dios, o la Renovación Carismática, que con un cardenal Suenens como teólogo de cabecera, parecía que iba a contagiar al resto de la iglesia con su ímpetu y pasión.
Por supuesto hubo quienes se llevaron las manos a la cabeza, argumentando en contra de tanta novedad y defendiendo las costumbres que habían mamado de pequeños en la iglesia, y se llegó hasta posturas como la de monseñor Lefebvre.
Ir a la iglesia era del todo menos aburrido, y hubo muchos que se pasaron unos cuantos pueblos con las innovaciones litúrgicas, para escándalo de muchos y controversia general, pero nadie les puede negar el afán por llegar a la gente y las ganas de hacerse cercanos al pueblo.
El caso es que en ese momento se forjó una forma de hacer que, en cierta medida, necesariamente habría de mantenerse por sus protagonistas- que hoy ya pasan los sesenta años en muchos casos-y por los hijos espirituales de estos, la gente a la que formaron.
Es ley de vida, y una dinámica humana de lo más comprensible. Pero si observamos el mundo secular, vemos cómo algunos de héroes e iconos de aquella época siguen hoy en día siendo ejemplo para muchos, pero a la vez, han venido detrás muchas personas que han traído un recambio y una manera nueva de hacer las cosas.
¿Qué pensarían los jóvenes de hoy si en las discotecas y lugares de ambiente de hoy en día el 85% de lo que se escuchara fueran los Bee Gees, Abba, José Luis Perales, Julio Iglesias y tantos otros que marcaron la época de los 70 y 80? Pues esa es la sensación que tengo yo muchas veces en la iglesia, no sólo por las formas y las músicas, sino también por los iconos y paradigmas con los que vivimos.
Claro está que la iglesia no es comparable a la industria musical y a los gustos culturales del momento, pero no deja de ser sintomático que mucho de lo que nos ha marcado más profundamente siga siendo lo mismo que marcó a nuestros padres o abuelos. Así no es de extrañar que los jóvenes de hoy en día no se sientan identificados con parroquias, movimientos y órdenes religiosas.
El problema va más allá de la inquietud de unos cuantos por ver renovadas las cosas, ni de la dialéctica entre la tradición y el progreso, inevitable en toda organización humana. Para mí es una cuestión de una inercia que se ha adquirido, y una actitud que no tiene la suficiente cintura como para darse cuenta de que en toda institución hace falta el recambio de lo accesorio para mantener la frescura.
Por supuesto todo esto es especialmente importante si lo que se quiere es comunicar un mensaje, y al fin y al cabo nosotros predicamos la Buena Noticia, y por mucho que la verdad se defienda ella solita, tenemos el deber de proponerla a nuestros contemporáneos en una manera y un lenguaje que puedan entender.
Personalmente dudo que con una estética que culturalmente pertenece a la generación anterior- o incluso a otras más vetustas- se pueda llegar a gente de esta generación; especialmente en un mundo como en el que vivimos, en el que Internet probablemente ha tenido ya un impacto comparable al de la primera revolución industrial.
Y el problema empieza a ser no sólo de estética, sino de personal, pues nos estamos quedando con la feligresía de aquellos años; los que en los 70 y los 80 tenían entre 20 y 40 años, que ahora son los que tiran del carro sin que se acierte a ver el recambio que viene tras de ellos.
Que me perdonen los que suelen escandalizarse por todo; a mí ya me aburre encontrarme siempre con lo mismo, y eso que sólo llevo 17 años convertido, y me da agobio pensar que me voy a pasar el resto de mi vida escuchando el “Pescador de hombres” de Cesáreo Garabain en 3 de cada 4 iglesias, por mucho que en su época fuera una canción genial, además de la preferida de Juan Pablo II en lengua española.
¿No será que por el camino que vamos no se va a producir el necesario relevo -o al menos en la proporción necesaria- para mantener fresca la institución?
Una vez oí contar que los ferrocarriles estadounidenses, que habían conquistado el Oeste y posibilitado el desarrollo de todo el país, se vieron en una encrucijada en los años 30 del siglo pasado. Al aparecer los aviones y la posibilidad de su uso comercial para el transporte de viajeros, tenían que elegir si seguirían llevando en los trenes pasajeros y mercancías, o apostarían por la incipiente industria que entonces estaba naciendo.
Parece ser que decidieron quedarse como estaban, y al hacerlo murieron de éxito, pues en aquel momento les iba bien, pero pronto fueron desbancados por la eficiencia del transporte aéreo. La extensa geografía de los EE.UU. hizo cada vez más antieconómico el mantenimiento de una red ferroviaria, y a día de hoy en el siglo XXI el tren existe- y tiene sus incondicionales- pero obviamente muy poca gente se plantea usarlo para ir de Nueva York a Los Ángeles, y prácticamente sólo se usa de una manera local, pues el avión o incluso el coche, traen más cuenta.
Con razón reflexionaba quien me contó esta historia diciendo que si los dueños del ferrocarril hubieran querido transportar, se habrían pasado al avión cuando aún estaban a tiempo, pero se confundieron pensando que lo suyo era hacer trenes, que no eran sino el medio para el transporte de sus clientes…