Esta misma mañana se ha producido la dimisión del que es por lo menos, el segundo caso de pederastia entre los obispos de la Iglesia católica, después del del Arzobispo de Santa Fe en Argentina. Se trata de Mons. Roger Joseph Vangheluwe, Obispo de Brujas, quien siendo sacerdote y durante sus primeros tiempos de su episcopado, abusó sexualmente de un muchacho. El obispo afirma haber pedido perdón repetidas veces al muchacho y a su familia, pero reconoce que dicho arrepentimiento manifestado no le ha dado la paz ni a él ni al chico del que abusaba.
Ni que decir tiene que el Papa se ha abalanzado, si me permiten la expresión, a aceptar la dimisión del Obispo.
Estamos ante un hecho de una gravedad inusitada. El escándalo de la pederastia salpica también a las altas esferas de la Iglesia. No van a faltar los que aprovechen la situación para hacer sangre. La ocasión es pintiparada, la sangre se huele y los muchos enemigos de Roma no van a perdonar, de eso no les quepa duda. Los que no tenemos esa inquina contra la Iglesia, y sabemos separar el trigo de la paja, mientras no lamentamos menos profundamente lo ocurrido, hacemos nuestras las valientes palabras del Papa cuando en su Carta Pastoral del 19 de marzo a los obispos irlandeses, se dirigía expresamente a los sacerdotes pederastas en estos términos:
“Habéis traicionado la confianza depositada en vosotros por jóvenes inocentes y por sus padres. Debéis responder de ello ante Dios todopoderoso y ante los tribunales debidamente constituidos. Habéis perdido la estima de la gente de Irlanda y arrojado vergüenza y deshonor sobre vuestros hermanos sacerdotes o religiosos. Los que sois sacerdotes habéis violado la santidad del sacramento del Orden, en el que Cristo mismo se hace presente en nosotros y en nuestras acciones. Además del inmenso daño causado a las víctimas, se ha hecho un daño enorme a la Iglesia y a la percepción pública del sacerdocio y de la vida religiosa.
Os exhorto a examinar vuestra conciencia, a asumir la responsabilidad de los pecados que habéis cometido y a expresar con humildad vuestro pesar. El arrepentimiento sincero abre la puerta al perdón de Dios y a la gracia de la verdadera enmienda. Debéis tratar de expiar personalmente vuestras acciones ofreciendo oraciones y penitencias por aquellos a quienes habéis ofendido. El sacrificio redentor de Cristo tiene el poder de perdonar incluso el más grave de los pecados y de sacar el bien incluso del más terrible de los males. Al mismo tiempo, la justicia de Dios nos pide dar cuenta de nuestras acciones sin ocultar nada. Admitid abiertamente vuestra culpa, someteos a las exigencias de la justicia, pero no desesperéis de la misericordia de Dios".
Un llamado que apela a la conciencia de las personas, hasta hacer que todo un Obispo se autoinculpe de un delito antiguo, aparentemente varias décadas, probablemente prescrito desde el punto de vista penal, sin que haya precedido denuncia previa de la víctima, -la cual ni siquiera parece manifestar intención de denunciar-, y que después de reconocer públicamente su culpa inmensa, presente su renuncia.