La “teoría de la conspiración”, de la cual muchos se burlan, ha tenido en estos últimos meses abundantes motivos para confirmarse, al menos en la mente de los que creen en ella. Me refiero a la campaña de acoso a la Iglesia, personificada en los ataques al Papa Benedicto XVI –y, de paso, a Juan Pablo II y a algunos cardenales vivos y difuntos-. La excusa, como es sabido, ha sido la supuesta “tolerancia” del actual Pontífice hacia sacerdotes pederastas, tanto cuando fue arzobispo de Munich como cuando presidió Doctrina de la Fe. El hecho de que medios tan poderosos y significados con la “progresía” –y con otros poderes- como el “The New York Times” o la BBC, hayan rebuscado en las cloacas para encontrar algo que, cogido por los pelos, pudiera presentarse como un argumento sólido contra Benedicto XVI, ha demostrado no sólo quién está detrás de la campaña, sino también lo decididos que están a asestar un golpe mortal a la Iglesia. Han ido a por todas y con todos los medios a su alcance.
Ante esto hay que preguntarse tres cosas. Primero, por qué lo han hecho. Segundo, cómo les ha salido la jugada. Y, tercero, qué apoyos han tenido en el seno de la Iglesia.
Los ataques al Papa y a la Iglesia no se deben a una búsqueda de la verdad –propia de un sano periodismo-, ni a acabar con una situación de corrupción que seguía generando víctimas inocentes por parte de un clero corrompido. Los datos demuestran que sólo uno de cada 60.000 menores víctimas de abusos, ha sufrido a manos de un clérigo católico; esto es muchísimo pues no debería haber ninguno, pero no se puede considerar ni como una epidemia, ni como un problema que hay que atajar desatando una gran campaña mediática, máxime cuando prácticamente todos los casos se remontan a hace 30 ó 40 años. Se ha elegido a propósito un asunto que impacta en la sensibilidad de la población para atacar a la Iglesia y destruir su prestigio moral. Y esto se ha hecho por tres causas: la Iglesia sigue presentándose como el único camino completo de salvación, la Iglesia está denunciando la dictadura del relativismo y la Iglesia no se calla ante los intereses económicos de determinados y poderosos sectores -es significativo, al respecto, que el abogado que está asesorando a los dos ingleses que quieren meter al Papa en la cárcel sea el mismo que defiende al etarra De Juana Chaos-. Benedicto XVI, con su sabiduría, ha defendido, promovido e iluminado estas tres reivindicaciones de la Iglesia y por eso había que acabar con él a cualquier precio.
En segundo lugar, hay que decir que la operación les ha salido, en términos generales, mal. Es cierto que muchos denigran a la Iglesia –sobre todo en los blogs de los periódicos- y que los anticlericales están crecidos. Es cierto que hay voces que piden la expulsión del Vaticano de la ONU y que agresivos tertulianos proclaman su convicción de que esto es el final de la Iglesia. Sin embargo, la verdad, para disgusto de ellos, es que los católicos practicantes han visto la jugada y se han dado cuenta de que es una campaña injustificada contra el Pontífice, lo cual les ha llevado a unirse más a él e incluso a defender a sus sacerdotes, conscientes de que la práctica totalidad de los mismos -el 99,95 por 100- no están implicados en esos horribles delitos. La pasada Semana Santa ha servido para demostrar el apoyo del pueblo fiel a la Iglesia: más gente que nunca tanto en las procesiones como en los actos litúrgicos en el interior de los templos. El resultado conseguido no ha sido, pues, el que buscaban los enemigos de la Iglesia, sino todo lo contrario: los católicos se han cerrado como una piña en torno al Papa. Incluso me atrevo a decir que entre gente honesta no católica, pasado el primer impacto mediático, se está produciendo una resaca contra las manipulaciones informativas, pues lo mucho cansa, sobre todo cuando las pruebas que se presentan no son suficientes.
Queda el último punto: la colaboración interna. Es evidente que ha existido, pues los documentos aireados por los medios de comunicación proceden de fuentes eclesiásticas. Pero lo más significativo ha sido la proclama de Hans Küng, dirigida a todos los obispos del mundo para que se rebelaran contra el Papa. Queda para la historia averiguar si la acción del amortizado Küng estaba prevista y era la parte final del programa de los que han planeado el ataque contra la Iglesia, o si el antiguo asesor del Vaticano II ha actuado por su cuenta, sumándose a la ola de ataques al Papa con la pretensión de aportar su piedra para demoler el edificio de la Iglesia, en una especie de maligno canto del cisne. En cualquier caso, al menos hasta el día de hoy, el resultado de su proclama es nulo. Si pretendió emular la acción de Lutero cuando colgó sus tesis contra las indulgencias en las puertas de la iglesia del palacio de Wittenberg, aprovechando que la progresía mundial había preparado el terreno para un levantamiento contra el Papa, ha fracasado. Cuando leí su artículo pensé que no faltarían una veintena de obispos en todo el mundo que se sumaran a la iniciativa. Pues ni eso. Con el agravante para él y para los suyos de que han disparado ya sus cartuchos y eran sólo de fogueo. Ni su silencio ni sus excusas, si las hubiera, alegando que no pretendían atacar a la Iglesia, podrán ocultar la realidad: han fracasado. Y esta es una victoria para la Iglesia, para todas las religiones y para la humanidad, pues lo que se ha llevado a cabo ha sido un experimento de ingeniería social que pretendía manipular la voluntad de la población mundial en función de oscuros intereses.
Es posible que ahora los enemigos de la Iglesia dirijan sus dardos a torres menos elevadas. Harán daño. Seguirán haciendo daño. Pero, a la vez, estarán haciendo, sin quererlo, un servicio a la Iglesia. Primero, porque ayudan a purificarla. Segundo, porque en los dos mil años de historia que tenemos hemos visto muchas veces que la sangre de los mártires ha sido semilla de nuevos cristianos. En este caso, el mártir ha sido el propio Papa y, según vayan pasando los ataques, su figura se irá acrecentando no sólo ante los ojos de los católicos sino ante los del mundo. Benedicto XVI, que fue elegido como un Papa de transición para que continuara la labor de su predecesor, tiene ya su puesto de honor en la historia de la Iglesia por derecho propio.