Conocí a un jesuita heroico a quien descubrieron un cáncer y decidió no tratarse y seguir con su furgoneta visitando a los pobres de aquel barrio. Murió.
Primero, los demás. “Olvidarse de uno”, diría Santa Teresita.
Conocí a un párroco a quien diagnosticaron un cáncer. Se trató durante un tiempo. Dijo que no se operaba más porque no podía desatender a sus feligreses. Murió. La última confesión que escuchó fue la mía. Le ayudé a llegar al confesionario. Estaba roto por el dolor.
Primero, los demás. “No te mires tanto, hijo”, diría mi padre.
El jesuita fue falangista y el párroco, independentista catalán.
Las inclinaciones políticas no son, jamás lo han sido, obstáculo ni excusa ni máscara de la santidad. Idolatrías, ninguna, ya saben.
Así, una de las peores plagas de esta humanidad es la hipocondría programada por estados y multinacionales: si todos andan obsesivamente preocupados por su propia salud, no pueden pensar en el bien de su prójimo, ni en el de la sociedad. El culto al cuerpo forma parte de este narcisismo colectivo que las élites mundanas promueven.
-Oiga, miren, soy gordo (o flaco), me gusta comer y beber (o soy abstemio). Bien. Déjenme en paz con su colesterol y su tensión arterial y sus vacunas y sus chequeos. Moriré cuando Dios quiera. Solo cuando Dios quiera y como El quiera. ¡Váyanse con sus neurosis satánicas a otra parte! Me esperan mis lectores, mis empleados, mis compañeros, mis amigos, mis pacientes, mis clientes, mis pobres o mis ricos.
“¡Olvidarse!”. El grito-gracia de Santa Teresita cuando, a sus trece años, una Navidad, fue anegada en la luz de la Caridad.
Paz y bien; y pasen ustedes muy cristiana y olímpicamente de sus cuerpos mortales, manjar de gusanos si tienen abundante grasa y daño de gusanos si no la tienen.