La Rúa de San Francisco une la catedral con el convento de San Francisco. Espaciosa, muy transitada y llena de diversos comercios que sirven de entretenimiento a los miles de turistas y cientos de peregrinos que pueden pasar por esta calle a lo largo de un día. Estos establecimientos se encuentran a mano derecha según se acerca uno al monumental convento franciscano. En la parte izquierda un imponente edificio en piedra alberga una de las facultades de la universidad de Santiago de Compostela. He recorrido esta calle muchas veces en los frecuentes viajes a la ciudad de apóstol Santiago. Pero lo que veo la mañana siguiente al acto que me trae esta vez a Compostela, la presentación de un libro apasionante, la Autobiografía de la Madre María Antonia de Jesús (https://youtu.be/0e1MvO_Pjd0), me abre una ventana que no conocía todavía en Santiago, aunque sí que sabía de su existencia: la universidad.
Nunca me había fijado qué podía albergar este gran edificio ya que, al venir en verano, lo veía siempre cerrado, pero ahora, avanzado ya el mes de octubre, tiene las puertas abiertas y veo que bajan varios jóvenes las escaleras hasta llegar a pie de calle. Al llegar me paro y me doy cuenta que es la facultad de Medicina. La singular y elegante portada bien merece un descanso en el camino para disfrutarla con ganas. Mientras estoy en ello soy testigo de una escena muy común, pero que después de lo vivido en la catedral hace unos minutos cobra una relevancia especial. Un par de jóvenes salen de clase, el chico se dirige a la derecha y la chica hacia la izquierda. Al joven se le ve agobiado, nervioso, incluso estresado, y la que puede ser compañera de clase le dice que esté tranquilo, que le va a salir bien el examen.
Me quedo con la mirada de ese joven que parece tener apenas 18 años, por lo tanto, lo más seguro es que sea su primer año de carrera. Además, no es de la tierra, no tiene ese acento tan entrañable que caracteriza a la gente de esta muy querida tierra gallega. Esto indica que se encuentra lejos de su hogar. Ha dejado atrás su familia hace muy poco, como mucho algo más de un mes. Está conociendo una ciudad a la que es fácil que haya venido alguna vez, pero ahora es el lugar donde vive durante el curso académico. Empieza a entablar nuevas amistades en las clases y en la residencia universitaria que suple a su casa. Le falta seguridad, firmeza, decisión. Necesita apoyos cercanos, confidentes con los que sacar lo que lleva dentro. Sufre. Le cuesta encontrar a alguien con el que abrir su corazón. No es fácil porque todavía no hay suficiente confianza para contar eso que se lleva en lo más secreto del ser y que es bueno compartir para el bien de uno mismo, porque si no todo se hunde a su alrededor. Tiene que dar pasos. Romper con miedos y dejar que todo discurra según Dios tenga dispuesto.
Ahí quería llegar, a ese rostro de alguien que se presenta a un examen en el inicio de la carrera universitaria y no tiene paz en su interior. Puede verse esa misma imagen tenga el joven fe o no. En este caso no lo sé. Pero lo que sí es verdad, y nadie puede negar, es que esta vivencia se lleva mucho mejor por dentro cuando sabes que hay un Dios que te ama con locura, y que te ha llevado hasta ese lugar por un motivo concreto que igual se desconoce, pero del que seguro va a sacar un provecho inmenso. Eso da una fuerza especial para afrontar cualquier problema que se presente a un joven que da un paso tan
importante, como el que dan tantos jóvenes que cada año dejan su casa y se van lejos para empezar a estudiar la carrera universitaria de sus sueños.
El sueño llegará a ser realidad o no, pero lo que es seguro es que cuando uno busca a Dios todo cambia. Todo lo que veo en el rostro de ese joven me hace revivir lo sucedido en la catedral hace menos de una hora. He llegado con tiempo para rezar ante el sepulcro del apóstol Santiago, luego, al comenzar el goteo constante de peregrinos y turistas por la cripta, voy hacia la mitad de la nave central para tener silencio. Me sorprende la ausencia de los confesonarios que antes llenaban las paredes de las naves de la catedral compostelana antes de la gran restauración realizada para este año jubilar. Me doy cuenta que ahora se confiesa en las capillas. Un cartel indica el idioma y el horario. Empieza a venir gente a pedir confesión. Se acerca la misa de 12, la misa del peregrino, y quieren estar confesados para comulgar y ganar la indulgencia. Sólo hay una capilla abierta para confesar y la fila es larga. Pido en la sacristía que abran una para poder confesar y así sucede. Se abre la reja, me siento y comienzan a pasar peregrinos. No hay descanso, como siempre, como cuando venía los veranos a confesar en esta catedral, es un regalo de Dios recíproco el confesar peregrinos en la catedral de Santiago. Siempre hay casos de esos que quedan grabados y que hacen ver las maravillas que Dios obra en los hombres cuando un alma se abre a Dios. ¡Dios derrama su gracia y da su perdón y el penitente queda renovado, limpio y sano!
¡De nada sirve sanar el cuerpo si el alma está enferma! ¡Hay que tener el alma siempre limpia de toda enfermedad! ¡Es lo más importante! ¡La gracia de Dios que da toda la paz que el mundo no puede dar! ¡Saberse perdonado, sanado y abrazado por Dios es la mejor medicina que uno puede tener! ¡Cuántas lágrimas de emoción, de arrepentimiento, de alegría, de sufrimiento corren por los rostros de aquellos que llegan a Santiago para ganar el jubileo! ¡Confesar peregrinos es ser médico de almas! ¡Sanar tanta dolencia que no hay manera de calmar es posible con una buena confesión! ¡Y todo por puro amor! ¡El amor de Dios es tan grande, tan generoso, tan impresionante! ¡Es infinito! ¡Es Dios! ¡Es amor! ¡Es perdón! ¡Es gracia! ¡Es vida! ¡Es felicidad! ¡Es esperanza! ¡Es todo aquello que cambia por completo a una persona que sabe que Dios lo puede hacer todo!
Vuelvo a ese joven, es un estudiante de medicina, quiere ser médico, sanar a los enfermos, que todos estén bien y que sus conocimientos ayuden a salvar vidas. Eso mismo es lo que vivo en la catedral mientras él está en clase. Sin saberlo ni esperarlo los dos nos cruzamos en la puerta de la facultad de Medicina. Un futuro médico de cuerpos y un médico de almas. Rezo por él, para que se acerque al verdadero y único Médico que es capaz de sanar alma y cuerpo en un instante: ¡¡¡Jesucristo!!! Me hubiera gustado hablar con él y calmar esa angustia, pero voy de camino a hacer una visita. Me arrepiento, vuelvo sobre mis pasos y no lo encuentro. Al llegar al lugar donde esperaba encontrarme con un amigo sacerdote que siempre voy a pasar un rato con él cuando vengo a Santiago, me dicen que no ha llegado todavía. Me quedo sin ver al sacerdote y sin ayudar a ese joven.
Hago tiempo y voy a rezar a la iglesia de las benedictinas que están junto a la catedral. Una vez hecha la visita al sagrario descubro en la capilla de la izquierda una imagen que me lleva hasta sus pies. Un retablo que en el centro tiene la escena de la huida a Egipto, pero en talla, no en pintura. Eso me descoloca. Me acerco, la contemplo y me siento en el banco para orar ante esa escena tan curiosa. La Virgen va con el niño en el burro y San José, en vez de ir hacia adelante abriendo camino, está vuelto hacia su mujer y su hijo con los brazos abiertos como alentándoles a seguir el camino. Al instante me viene el recuerdo de ese joven que he visto hace poco y de todos esos que han dejado su tierra. San José y la Virgen huyen a Egipto para salvar la vida del Niño. Los jóvenes vienen a Santiago y a otras ciudades para estudiar en la universidad. En silencio presento ante el santo patriarca a todos esos chicos que estos días comienzan una nueva vida. Necesitan que San José los acompañe y les abra los brazos para animarles, consolarles y recordarles que lo mejor que pueden hacer es aprender del apóstol Santiago a ser amigos, discípulos y testigos de Jesús. Entonces verán que todo es posible cuando nos fiamos y dejamos que sea Dios quien nos lleve por los aminos que nos tiene preparados.
¡San José, custodia, guía y marca el camino de los que empiezan a estudiar en la universidad!