El uso de los términos metafóricos que se encuentran en los evangelios tiene una raigambre multisecular en la Iglesia. Es difícil hoy en día pretender que tales términos dejen de utilizarse, si bien su uso en las actuales sociedades occidentales provoca unas resonancias cada vez más peyorativas. Tal es el caso del uso genérico del concepto "pastores".
Pues bien, desde la más estricta y ortodoxa fidelidad al Magisterio, y teniendo en cuenta que esta palabra es usada desde el más humilde vicario parroquial del más pequeño pueblo del mundo hasta por los papas en sus documentos (Pastores dabo vobis), entiendo que su uso es cada vez más desafortunado.
Y esto desde una doble perspectiva: desde el punto de vista del fiel católico que pasa de este modo a ser "oveja de un rebaño", como desde el punto de vista de los propios "pastores", que permanecen mediante este uso en una posición que ya no es la que reclaman los tiempos actuales en lo relativo a la misión tanto de unos como de otros.
La sociedades modernas, esas que antecedieron a las actuales, ya se rebelaron tras el primer proceso de secularización contra la idea de un "hombre-rebaño", pese a haber sustituído a éste por el nuevo "hombre-masa". Pero el eterno canto a la autonomía personal, a la libertad individual y a la autogestión de la propia vida por cada individuo dotaron a este término de las peores connotaciones posibles: "la oveja", "el borrego".
Esto se ha acentuado aún más en nuestras actuales sociedades postmodernas, de suerte que al individuo multiforme de las mismas le resulta terriblemente repugnate la posibilidad de llegar a tener un "pastor" en su vida. El término le sugiere constantemente su condición de "oveja" y de "rebaño", que traducido a la experiencia cotidiana no es otra cosa que el establecimiento sobre él de la condición de individuo desprovisto por completo de juicio, de voluntad, de capacidad de raciocinio e imposibilitado para cualquier toma de decisiones. Y ésto el individuo actual lo rechaza visceralmente.
Pero el término "pastor" induce también a error a los que se tienen por tales, situándoles en una autocomprensión errónea de su propio ministerio. Se trata de que el sacerdote aún tiene que rematar el arduo trabajo de asumir el nuevo papel de los laicos en el mundo actual y en el seno de la Iglesia. El laico no es desde hace tiempo la sumisa oveja que debe ser conducida por verdes prados y de vuelta al aprisco.
Muy al contrario, el laico es el que ha tomado la dirección en todo lo relativo a la presencia del cristiano en los asuntos públicos y en el mundo temporal. Esto es evidente desde el Vaticano II y se ha hecho realidad tras el pontificado de Juan Pablo II. Es el laico el que ha asumido su papel dentro de la Iglesia como motor en lo que concierne a la educación cristiana, a la atención sanitaria en cristiano, a la investigación científica, a la participación en la política, a la presencia en los medios de comunicación, y a todos los demás aspectos de la vida actual en los que ha de aparecer un modo de estar en ella que sea distintivamente cristiano.
Y el "pastor" ha ido pasando a su verdadera y esencial función, a los asuntos que son intemporales, a lo relativo a la vida espiritual, a lo tocante a los sacramentos, a la asistrencia y el apoyo al laico en aquello que sólo puede ser proporcionado por el sacerdote: la vida del espíritu, sin la cual el laico es devorado irremisiblemente por el mundo.
Y sin embargo, el sacerdote pretende seguir siendo "pastor" en el sentido de ser el que dirige y conduce también en lo temporal, y así encontramos todavía innumerables clérigos y religiosos imbuidos de un sentido de la misión terrenal y temporal, ocupando puestos de dirección y gestión en ámbitos contables, mediáticos, educativos, sanitarios (incluso con tentaciones de entrar en ámbitos políticos), que no son sino una pervivencia de un modo de actuar pretérito y superado.
La separación del sacerdote de estos ámbitos de actuación temporales supone en algunos casos la pérdida del sentido de la vocación, por haber sido ésta orientada de forma errónea, y en otros, un sentimiento de inutilidad o marginación que no están dispuestos a aceptar. Naturalmente, esto ocurre cuando no se ha sido capaz de integrar el verdadero sentido de la misión, no sólo posconciliar, sino encarnado en unos signos de los tiempos que pasan por la disminución cada vez mayor de las vocaciones sacerdotales y religiosas en un Occidente ya no cristiano y por el equivalente aumento de laicos realmente comprometidos y fieles a la Iglesia en todo lo que corresponde a la obediencia al Magisterio y a la autoridad de la jerarquía.
Y esto se traduce en una situación "de facto" en la que la metáfora evangélica del pastor y la oveja, dirigida a una sociedad agraria y seminómada, no se corresponde en absoluto con una sociedad posturbana, móvil y globalizada, siendo además que tales términos resultan agresivos para la misma, a la vez que mantienen a los "pastores" presos de una falsa imagen de sí mismos y de su misión actual.
Cierto que es imposible pretender que se cambien unos usos multiseculares, pero el lenguaje trasmite, y transmite mucho, una forma de entender las cosas que ya no se corresponde con la realidad. Y las iglesias reformadas no escapan a ésto, pues en ellas la figura del "pastor" está más conceptualizada y arraigada si cabe que en la iglesia Católica. Al menos, la mayoría de las "ovejas" que formamos el nuevo ejército de los laicos tenemos suficientemente claro que esos "pastores" lo son en lo eterno, espiritual e intemporal, y no vamos a hacer problema de una cuestión lingüística. Pero el mundo al que debemos llevar la Buena Nueva sí encuentra ésto demasiado problemático.