Los antiguos monjes tenían como uno de los mayores dones del cielo el de lágrimas y pedían día y noche que Dios se lo concediera. Como Aksá pidió a Caleb, su padre, que le diera con qué regar su tierra, pues había dado a su hija una de secano, árida, situada al Sol de mediodía.
Cuando iba a casa de su marido, éste la movió a que pidiera a su padre un campo; ella se apeó del asno y Caleb le preguntó: "¿Qué quieres?". Ella respondió: "Hazme un regalo; ya que me has dado una tierra meridional, dame manantiales de agua". Y él le dio las fuentes de arriba y las fuentes de abajo (irriguum superius et inferius) (Jos 15,18s).
Así, el alma enamorada, cuando ya va avanzando a casa de su esposo, pues aún no se ha cumplido en ella lo que dice el Cantar: "El Rey me ha introducido en sus mansiones" (Cant. 1,4). Éste la mueve a pedir al Padre más alta oración. No es bastante con regar la tierra a fuerza de brazos. Este descubrimiento de lo pobre de su tarea la lleva a mayor humildad. Aunque camina en un asno, animal humilde frente al bélico caballo, se baja de él. Y no exige, sino que pide un regalo.
Pero no ruega que le cambien de tierra, pues pedir un campo no es dejar de ser ella. Ha comprendido el deseo que el Amado ha puesto en su corazón. Pedir un campo es pedir ser regada para que el desierto llegue a ser fértil huerto.
Pero no ruega que le cambien de tierra, pues pedir un campo no es dejar de ser ella. Ha comprendido el deseo que el Amado ha puesto en su corazón. Pedir un campo es pedir ser regada para que el desierto llegue a ser fértil huerto.
(Continuará)