Nada más noble que realizar un esfuerzo comunicativo en grado heroico. No siempre se comprenderá, no todos advertirán la magnitud del poder disuasivo que tiene el lenguaje magisterial cuando se inclina a la terminología de la calle. Porque usar giros tan académicos como “droga” o tan obvios como “cocaína”  cierran toda posibilidad de comprensión intergeneracional.

Por eso, el titular de la arquidiócesis primada ha condescendido, una vez más, a darle un cierto aire arrabalero a sus homilías e intervenciones públicas sabiendo de antemano que los medios no podrán resistir el atractivo de un título que vincule la palabra “merca” con el talante y la actitud prosopopéyica de la púrpura. Todo ad maiorem Dei gloriam.


Pero atención, que las cosas deben ser sopesadas y reflexionadas durante mucho tiempo antes de vislumbrar apenas la hondura de sus implicancias. Cualquiera suelta la lengua o la pluma en un fácil esbozo crítico de decisiones tras las cuales solo puede haber una talla moral ínclita, y jornadas de ayuno y penitencia.

Sí, damas y caballeros, ¿por qué “merca” y no “frula”, “falopa” o “blanca”?

La mera formulación de la pregunta ya nos hace tropezar con las realidades para cuyo manejo se requieren destrezas de arte mayor. ¿Acaso la elección del término obedeció a alguna segunda intención aviesa o innoble? Esto queda descartado de suyo por la dignidad que inviste quien en un acto pastoral sublime, no solamente nos arrancó la venda de los ojos sobre tan triste realidad, sino que produjo ecos tan vibrantes que ni los propios consumidores, en su momento de mayor abotagamiento podrían permanecer indiferentes.

Una realidad desoladora, ¡quién lo podría negar! pero conjurada a tiempo por el poder redentor de la palabra. Ya lo dicen los pocos privilegiados que han tenido la lucidez de entender el gesto en sus más íntimas connotaciones: “merca”, porque la producía el laboratorio Merck... Y esto en unas décadas en que, como el arte popular nos recuerda: “No se conocían cocó ni morfina, los muchachos de antes no usaban gomina”.

Porque, en definitiva, ¿qué espíritu anima el gesto primado, sino el de un abrazo intergeneracional, de padres e hijos, los primeros con lustrosos peinados que harían las envidias de don Carlos Gardel, los últimos desharrapados tal vez, sí, pero con corazones de cántaro y mentes luminosas que intuyen la verdad y la abrazan, a condición de que alguien con una estatura moral preeminente se lance en un clavado semántico a las profundidades de sus almas jóvenes?

Creemos que lejos de toda interpretación mezquina, de todo apego a las formas por las formas mismas, renunciando si es necesario a la tranquilidad moral de hablar según las normas del idioma, sin temor de que el barro de la intolerancia salpique la púrpura, esas almas están clamando: Eminencia, diga merca y nuestro corazón dará un vuelco hacia las normas evangélicas, y nuestros desastrados padres besarán la orla de su capa y el cordón de su esclavina (para lo cual deberán viajar a Roma) aclamando con silenciosos hosannas el heroísmo de un gesto propio del Bicentenario patrio.

Estamos seguros de que cuando las estadísticas sobre drogadicción adolescente y juvenil caigan estrepitosamente –lo que se verá en dos o tres meses, tiempo al tiempo- el Primado argentino volvera por sus fueros, y desde alguna tribuna, propia o ajena, exhortará a los jóvenes tentados por la violencia al señorío de sus pasiones irascibles, la continencia y la mansedumbre, en un discurso cargado de significancia humana y espiritual ante el cual ningún corazón pueda permanecer indiferente. En especial después de que haya pronunciado en medio de la admiración y el estupor de todos, la vibrante exhortación: “basta de violencia, ¡carajo!”.