El padre Miguel de Bernabé era de carácter afable, temperamento tranquilo, con una fuerza interior arrolladora, de mirada viva y penetrante, inteligente, culto, tenaz, disciplinado, educado, elegante, de porte señorial dentro de la sencillez, ordenado, riguroso, amable, delicado con los demás, muy sensible a lo espiritual y a lo artístico, con una sonrisa franca y una alegría contagiosa.
Este retrato que puede resultar exagerado para el que no lo conoció, es real. Naturalmente, no nació así y tuvo que luchar, entre otras cosas, contra su carácter retraído y su timidez, y desarrollar todos los talentos que recibió, forjando su temperamento para limar todo lo que supusiera obstáculo para acercarse a los demás y ganarlos para Dios. Él mismo, en sus Recuerdos Espirituales, esboza breves retazos de su personalidad en su niñez. Dice: «Yo era uno de esos niños que nacen buenos por naturaleza (aunque, naturalmente, el ser virtuoso es cosa que en los años futuros se decidirá); pero por natural condición era de buena índole, tenía una cara risueña y un aire cándido que, según los que me trataban, me hacía muy simpático».
Era de natural religioso. A la edad de siete u ocho años, acompañando a su hermana que cantaba en el coro, Miguel tuvo en el Santuario de la Inmaculada, en La Línea de la Concepción donde entonces vivía, una experiencia espiritual que fue el inicio de un amor a la Virgen que le marcaría toda su vida. Dieciocho años después, celebraría en ese mismo Santuario su primera misa como sacerdote.
De su timidez en estos años, cuenta en sus Memorias, revelando su carácter, cómo se entretenía de niño en el patio de su casa: «Siendo un niño retraído, nunca salía a la calle, y pasaba todos los días en este patio que hacía mis delicias, porque era donde me entregaba a las lecturas de los libros que podía recoger debido a que mi madre detestaba el vernos con un libro entre las manos (que no fuera de estudio)».
Con catorce años, y ya fallecido su padre, la tragedia golpeó brutalmente a la familia. Veraneando en un pueblo de Málaga, Gaucín, les sorprendió el estallido de la Guerra Civil. Su hermano Vicente, de dieciocho años, fue encarcelado y fusilado simplemente porque era «de los que iban a misa».
La familia, destrozada, volvió cuando pudo a su casa de La Línea. El padre Miguel cuenta en sus Memorias: «Esta tragedia me impresionó, como es natural en un adolescente de catorce años. Y al año siguiente, sin pensarlo mucho y sin saber bien lo que era, le dije a mi madre que quería ser sacerdote. Ella se apresuró a llevarme al párroco y casi sin darme cuenta… porque ¿qué vocación era la mía?; ¿qué quería yo decir cuando manifestaba querer ser sacerdote? Y así fue como un buen día, me encontré seminarista. Se cumplió una vez más lo del refrán: Dios escribe derecho sobre renglones torcidos».
Luego vino el sacerdocio, y el curtirse en el combate de sus defectos y el desarrollo de sus cualidades, progresando en el amor a Dios y en la entrega a los demás y a la Iglesia.
Él, que por temperamento amaba la soledad y el aislamiento ─más de una vez comentó que hubiera sido feliz de cartujo─ consumió su vida siempre rodeado del bullicio y la alegría de jóvenes y mayores, a los que espiritualmente dirigía. Era tan interesante y entretenido que, desde que fue sacerdote, puede decirse, casi literalmente, que nunca comió solo, pues siempre había un numeroso grupo que quería aprovechar ese tiempo para poder estar con él.
Sin buscarlo, se convirtió en el gran líder que llegó a ser, que no necesitaba dar órdenes para que le siguieran, ganándose la confianza de todos.
Tenía un sentido del humor fino y elegante, nada que ver con lo chabacano, que detestaba. Sabía, pedagógicamente, poner una nota de humor aun en los temas más serios, para distender un poco la carga del momento. Para divertir a quienes estaban con él, en ocasiones leía, magistralmente, fragmentos de obras de D. Pedro Muñoz Seca, al que admiraba por su ingeniosidad y gracia, haciendo pasar a sus contertulios momentos de una hilaridad desternillante.
Y llegó la prueba de la enfermedad. Con ochenta y dos años contrae un extenso herpes zoster en la espalda. Poco después, accidentalmente se fractura el fémur y, tras varias operaciones, humildemente aceptó la dependencia que desde ese momento tuvo de otras personas. Pero lo que le mortificó sobremanera, hasta el último día de su vida, fue la dolorosa neuralgia resultante del herpes, que le impidió desde entonces cubrirse la espalda. Cuenta la persona que le atendía, que le oía quejarse de dolor cuando se encontraba solo; pero que cuando entraba a atenderle, siempre le recibía con una sonrisa de agradecimiento, como si no le doliera nada. Así amaba al prójimo, procurando constantemente no ser gravoso y evitar trabajo a los que le atendían.
Hasta que le abandonaron las fuerzas, aun enfermo, continuó trabajando como pudo. Tres meses antes del 1 de marzo, día en que murió, acabó su «Programa de Formación para Seglares» y su último libro: «El Evangelio Vivido».
Los Tres Mosqueteros