Acabo "La túnica negra", una novela de Wilkie Collins muy mal catalogada por delibris.org -web muy útil si filtramos su moralina jansenista-, y tildada de "anti católica" por muchos inconscientes. Quizá sea una de las más católicas de todas las novelas que se han escrito y, no me sorprende en absoluto, su autor era ateo. Defiende el salmo 130: "Señor, mi corazón no es ambicioso...", condena la religiosidad y el celo por acceder a cargos lujosos en Roma; condena esa forma peculiar del cáncer que llamamos "espiritualidad"; y nos lleva a la exaltación de la maternidad, del matrimonio cristiano y la vida familiar. No diré más, léanla hasta el final y recuerden que ni una mente tan retorcida como la de Collins puede compararse a ninguna otra del Vaticano en su perversidad. Wilkie es candoroso, infantil en su crítica.
Leo que un sacerdote católico habla de la meditación como algo necesario para alcanzar las profundidades del "Yo". Y yo que pensaba que meditar -rezar en cristiano viejo- era hablar con el Otro. Mi "ego" me aburre, me es indiferente, es una nada disfrazada de cualquier banalidad. Me interesa Dios y no me interesa en absoluto pensar en mí mismo. Meditar en ese sentido importado del Lejano Oriente es una suerte de masturbación espiritual, o mejor, sentimental. Collins hace decir a un personaje que "su sermón no ha alcanzado mi razón". Claro, un sermón no tiene que ser razonable, sino "corazonable" -si me permiten la jesuitada-. O tiene que ser tan razonable como el hecho de que una virgen alumbre a un hijo y siga siendo virgen. La razón debe servir para hablar con Dios sin delirar, sin abusar de las palabras y sin dejarse llevar por emociones a lo Hollywood.
Estos días llenos de ruido y de niños, doy con el verdadero significado de la preferencia de Jesús por los niños. No es su inocencia, que les dura apenas unos meses; ni su naturalidad: urden planes gamberros desde que aprenden a manipularnos con llantos, suspiros y carantoñas; ni su debilidad: basta con observar cómo se atizan. No: los niños son salvajes y las niñas arpías. Jesús lo sabe y, sorprendentemente, nos los pone como ejemplo. ¿Por qué? Por su tremenda obstinación. Un niño cree que va a conseguir aquello que desea, pone todo su empeño en la tarea -con una fe mayor que la del centurión- y, en la gran mayoría de los casos, lo consigue. Los niños son, sí, "astutos como serpientes", consejo del Señor que tendemos a olvidar o a no integrarlo en la tan cacareada "unidad de vida". Un niño es el mismo y único cabroncete que besa a su madre y le roba caramelos a su hermana. Enanos coherentes y, en general, vagos. Recuerden el ascensor de Santa Teresita, que tenía más retranca y más conchas que el de Loyola, el navarro traicionado.
(Recuerdo ahora una frase del sermón de un cura sensato: "Prueben a rezar hablando siempre en segunda persona del singular y a no decir jamás YO").
Termino por hoy con el tema de las bendiciones a parejas homosexuales, transexuales o coprófagas, da igual. ¿Por qué quieren estos degenerados que se las imparta la Iglesia Católica? ¿Por qué no nos dejan en paz a los católicos de una santa vez? Vayan a una mezquita o a una sinagoga a por su maldita bendición. Incluso a un lama budista o a un gurú hindú y vegano. Incluso que les bendigan en una tenida masónica, qué sé yo. Pero no irán. Los que manipulan a estos desgraciados solo quieren destruir a la Iglesia, desde dentro, fundamentalmente. Pero esta es una pretensión tan antigua como el propio diablo. Fíjense: en la novela de Collins se habla del "problema alemán" a mediados del siglo XIX con el matrimonio de los curas. Y a mí, sin más, me da la risa floja...
Paz y buen humor, hermanos.