Poco ha tardado el PSOE en movilizar a todas sus asociaciones memorísticas satélites y a su nutrida militancia subvencionada para organizar una campaña de apoyo a Garzón y de acoso a la justicia. Aún así es de esperar que las instituciones del Estado cumplan en esta ocasión con sus funciones y terminen juzgando a un individuo que se ha situado por encima de la ley en éste y en otros casos peores.
Porque el amañado debate sobre la memoria histórica contiene al menos dos premisas completamente falsas, una de fondo y otra de forma, que han sido subrayadas de forma muy diferente en cada caso, de manera que mientras que sobre el error de fondo casi no se ha dicho nada, sobre el error de forma se ha escrito tal vez en exceso, aunque con causa más que justificada. El error de forma es simplemente que ningún juez puede estar por encima de la ley, y menos por razón de intereses particulares (de parte). Pero el vértigo asoma si miramos el error de fondo.
Para entender cual es el error de fondo de las llamadas “políticas de la memoria”, hay que remontarse al origen de las mismas en el escenario académico internacional, y éste no es otro que el intento legítimo e imprescindible de construir tras la Segunda Guerra Mundial una nueva cultura que actuara como vacuna permanente frente al horror extremo que el género humano demostró ser capaz de desplegar. Y el acontecimiento fundante de esta “cultura de la memoria” es, sin duda alguna, la Shoah.
La constatación y evidencia a nivel mundial de la monstruosa capacidad para el mal que alberga en su interior la especie humana, que provocó que el Holocausto rebasara con mucho los límites de lo estrictamente judío para convertirse en una interpelación universal a toda la humanidad, se convirtió en el revulsivo necesario para que nuestra especie se planteara como un imperativo moral el hecho de “no olvidar”. Se trataba, en definitiva, de no olvidar lo que realmente somos, de no olvidar que el hombre puede albergar dentro de sí al peor monstruo que la naturaleza haya sido capaz de concebir.
En este sentido, y desde un punto de vista escatológico, se trataba de volver a caer en la cuenta de la verdadera condición del hombre caído y herido por el pecado original, frente a las ilusiones adolescentes de la Ilustración y la racionalidad científica que habían convertido al género humano en un semidios. Terrorífica salida de la adolescencia y acabamiento de un pensamiento ilustrado demasiado ingenuo, como certificaron con gran acierto Adorno y Horkheimer.
Y estas nacientes políticas de la memoria pusieron el acento en una doble vertiente: desde el punto de vista de los perpetradores y desde el punto de vista de las víctimas. Sobre los perpetradores, cabe destacar que se universalizó esa condición, aplicándose a cualquier hombre de cualquier época y cultura: la banalización del mal a la que hizo referencia Harendt puso de manifiesto que el perpetrador es realmente un hombre normal, no una especie de diablo execrable, sino un honesto padre de familia y un cumplido funcionario que ejecuta las órdenes sin rechistar.
Aún más: las actas de los juicios de Nüremberg, los estudios de un Christopher Browning, de un Raul Hilberg y de tantos otros especialistas, unidos a las reflexiones de testigos directos como Elie Wiesel o incluso teólogos como Jean Baptiste Metz, extendieron la pavorosa evidencia de que cualquier ser humano, en ciertas condiciones, podía convertirse en un implacable verdugo, incluso enarbolando como estandarte el simple cumplimiento de la ley. Y fue esta pavorosa evidencia la que consagró de una vez por todas la libertad de conciencia como exigencia universal e ineludible para garantizar la primacía de ésta sobre la ley, al amparo de la cual habían sido posibles las peores atrocidades de la historia de la humanidad.
Pero al mismo tiempo se volvía la vista sobre las víctimas y las causas inmediatas de semejante exterminio, y aquí el hecho judío adquirió especial relevancia: las principales víctimas eran miembros de una confesión religiosa, no de una “raza” como erróneamente habían interpretado los nazis, su único delito había sido el simple hecho de existir, y la “solución” a su “problema” terminó siendo, tras un proceso de ensayo y error, su simple eliminación física. Por lo tanto, se trató de un proceso de eliminación de la diferencia, expresada a través de ciertos colectivos minoritarios que rompían la uniformidad y homogeneidad deseable para el pueblo-nación.
Este fructífero debate cultural se trasladó a España de una forma pervertida, viciada y en ciertos casos, invertida, adecuado a los intereses de los grupos que se habían opuesto al franquismo y de los sectores en los que pervivía el sentimiento de derrota en la cruenta Guerra Civil española.
En primer lugar, se produjo una perversión sobre la identidad y naturaleza de los perpetradores: se olvidó deliberadamente la terrible evidencia de que el perpetrador es un hombre normal, capaz de su terrible cometido en cualquier régimen político, en cualquier época y en cualquier cultura, para realizar una atribución de identidad malintencionada o fruto de un auténtico achaparramiento mental: el perpetrador sólo podía ser un fascista.
De este modo, se trasladó incluso el lenguaje de la victimación al caso español, atribuyendo al régimen franquista el papel de “exterminador”, “genocida”, hablándose de “holocausto republicano” y otras enormidades propias de mentes enfermas o de manipuladores terriblemente malintencionados o resentidos. He aquí la primera perversión de la “cultura de la memoria” en España, perversión en la que han caído, hay que pensar que de forma involuntaria y harto infantil, intelectuales como Manuel Reyes Mate.
La segunda perversión es mucho más peligrosa, pues ha supuesto ni más ni menos que la reactivación de los mecanismos sociales y políticos que permitieron aquel horror colosal, como son la exigencia del cumplimiento de la ley como único criterio válido de moralidad en la vida pública y la progresiva eliminación de la libertad de conciencia en casi todos los ámbitos de la misma.
Aunque parezca excesivo, la realidad de fondo es que en España se ha puesto en marcha desde hace cinco años un proceso de “nazificación” de la sociedad en los marcos de referencia de la moralidad pública: el único criterio de referencia es lo que viene dado desde el poder como ley o como ejecución, que fue exactamente el caldo de cultivo en el que crecieron y se desarrollaron los anónimos perpetradores alemanes de mediados del siglo XX: honestos ciudadanos cumplidores de la ley, privados de libertad de conciencia.
Y la tercera perversión es la que se refiere a las víctimas: en un salto conceptual abismal, se ha pasado de tomar como referencia a la víctima cuyo único delito era existir como elemento de diferencia cultural y religiosa dentro de una colectividad que se pretendía homogénea, como fue el caso del judío dentro del “pueblo ario alemán”, a atribuir esa condición al simple enemigo político, como fue el caso del republicano frente al franquista.
Las represalias políticas entre bandos enfrentados han sido una constante a lo largo de toda la historia de la humanidad, y no tienen nada que ver con la cultura de la memoria nacida tras la Segunda Guerra Mundial: ésta se fija en esa minoría cultural y religiosa que rompe la pretendida homogeneidad que se pretende dar a una sociedad determinada, dentro de una concepción uniformadora y totalitaria. Y en España ha existido también esa minoría que por el sólo hecho de existir ya rompía el arquetipo de una sociedad que se pretendía homogénea en torno a los principios totalizadores del socialismo: el católico.
Esta es la tercera y definitiva perversión de la memoria histórica, la que priva a la víctima real de su identidad, que es suplantada por la del represaliado político, mientras que a los verdaderos perpetradores se les convierte a su vez en víctimas. Se trata, por lo tanto, de una inversión de todos los términos que origina una manipulación gigantesca, a la vez que reactiva en la sociedad ese proceso de nazificación que en Alemania tuvo como chivo expiatorio al judío y en España ha tenido durante la época contemporánea al católico.
Y así, la masa que ignora las cuestiones de fondo más académicas se lanza en pos de etiquetas simplísimas de fácil asimilación para su irracionalidad: “facha malo mata a demócrata bueno” “Hitler “extermina” judíos y Franco “extermina” republicanos” “genocidio nazi y genocidio franquista”. Es fácil. Las masas no piensan, sólo pueden hacerlo los individuos. Y para eso deben haber estudiado primero. Y para eso deben despojarse de prejuicios ideológicos que povocan “inversiones mentales” tales como las sufridas por personas como Garzón, Savater, Peces Barba, Reyes Mate y tantos otros en los que incluso cabe suponer buena fe, pero a los que pese a ello, no debe permitírseles infectar tan a la ligera a una sociedad entera y desencadenar de este modo nuevos procesos de nazificación.
Porque en última intancia este proceso de perversión tiene como consecuencia el peor de los efectos, que en nombre de la memoria se procede precisamente a su contrario, al olvido. El olvido de la evidencia fundamental de la banalidad del mal descrita por Harendt en el juicio de Eichman: que el verdugo somos nosotros, que el verdugo se encuentra potencialmente en ese honrado funcionario que hace cumplir la ley, en ese médico que no estima necesaria ningún tipo de objeción de conciencia, en ese profesor que duerme tranquilo limitándose a aplicar el currículo establecido, sin haberse planteado siquiera que tal currículo puede ser terriblemente atroz.
El verdugo acecha en el pacífico ciudadano políticamente correcto, y es esta lección, puesta en evidencia también por Bauman y representada de forma gráfica por ese inofensivo partido de fútbol entre miembros de las SS y miembros del “sonderkomanndo” al lado de la cámara de gas en Auschwitz, relatado por Levi y desarrollado por Agamben, es esta lección la que está siendo condenada terriblemente al olvido.