El lenguaje nos condiciona. No tenemos otro modo de expresarnos. Los cristianos sabemos que con la palabra cielo no significamos un lugar donde Dios está confinado. El que creó el cielo y la tierra no puede estar encerrado en ellos, sino sobre ellos en todas partes. Dios es el cielo y donde Él está, está el cielo.
Los ojos en el cielo. La situación era complicada. La muerte de Jesús había constituido un aprueba terrible. Poco a poco se habían hecho a su presencia pascual y de repente: zás. Se marcha al cielo. Otra vez solos.
¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura
que no les sean enojos?
Quien gustó tu dulzura
¿qué no tendrá por llanto y amargura?
“Los que se habían reunido, le preguntaron, diciendo: ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel? (Hch 1, 6). El texto de San Lucas nos indica el drama de los Discípulos. Todavía soñaban con un reino mesiánico en el que pudieran tener cargos importantes. Si no un Ministerio, al menos una Secretaría general que nunca viene mal. Sus ojos no estaban el lugar adecuado. Cuántas decepciones en nuestra vida de creyentes porque ponemos nuestros ojos en las realidades de este mundo que pasa. Perdemos la ruta que nos lleva al cielo donde se encuentra Cristo Jesús.
La Palabra de Dios nos dice, con toda claridad dónde tenemos que poner los ojos: “Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato soportó la cruz, despreciando la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios” (Hbr 12, 2) El proyecto amoroso de Dios sobre cada uno de nosotros, desde la creación, se va realizando en las circunstancias concretas de la vida biológica. La vida natural sigue su curso como en cualquiera otra persona. Vivir en cristiano no nos libra del cáncer, del virus, de un accidente mortal, como tampoco se libra un agnóstico, un ateo o un blasfemo. La dicha de tener fe es que sabemos Quién nos guía y al encuentro de Quién vamos.
Iglesia en salida. Iglesia Misionera. No podemos seguir pasmados mirando al cielo. Jesús nos ha marcado una ruta. “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 18-20). Con los talentos y posibilidades de cada uno, nuestra misión apostólica es dar a conocer a Jesucristo. La Iglesia percibe este mandato desde el primer momento: San Pedro les dice a los primeros oyentes: “Pedro les contestó: Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Son los Misioneros de primera línea, los que llevan el conocimiento de Jesús a los pueblos que lo desconocen. Los Misioneros de clase saben que el mejor regalo que les pueden hacer es dales a conocer a Jesucristo y bautizarlos. Luego construyeron Iglesias, escuelas, pozos de agua, cooperativas, Universidades, etc., etc.
Las jóvenes Iglesias de África, Asia y Oceanía, con una pobreza económica notable, saben que la fe es su mejor tesoro. No hace muchos meses un Cardenal africano, ante un ofrecimiento de una inversión económica si aceptaban el aborto decía: “Es preferible morir de hambre que traicionar a Jesucristo”. Ante nuestras Comunidades Cristianas comodonas, pude parecer una exageración, pero los mártires de todos los tiempos, ha entregado su vida por disyuntivas semejantes.
Yo estaré con vosotros. Cuando Jesús se marcha al cielo, siempre expresa que su presencia continua con el Espíritu Santo. “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16, 7). “Yo le pediré al Padre que os envíe otro Paráclito que esté siempre con vosotros” (Jn 14, 16). Sin su presencia protectora y fuerte poder no podemos entregar el mensaje de Jesús ni bautizar a nuevos creyentes. En la vida sobrenatural, que recibimos gratuitamente, necesitamos su fuerza: “Porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Ya, en el Antiguo Testamento, la fuerza de las personas está en la presencia del Señor. “No tengas miedo ni te acobardes, que contigo está el Señor, tu Dios, en cualquier cosa que emprendas” (Jos 1,9) “Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo” (Sl 23, 4).
Uno de los elementos que distingue la fe en Jesús de las demás religiones es la presencia de la Santa Trinidad en cada uno de los creyentes que vive en su amor. “El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él” (Jn 14, 23). “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1 Cor 3, 16. 19) Vivir esta presencia es nuestra fortaleza frente a las fuerzas del mal. “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?… ¿Quién nos separará del amor de Cristo?, ¿la tribulación? ¿la angustia? … Pues estoy seguro que ni muerte ni vida… podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” ( Rm 8, 31-39).
Cuando Ignacio de Loyola se abrazaba a sí mismo, porque en él moraba la Santa Trinidad, descubría el secreto de su vida y de la Compañía de Jesús. Cuando Teresa de Jesús, descubría que el cielo estaba en su alma, por la presencia de la Santa Trinidad, manifestaba el secreto de su vida contemplativa y andariega.
Junto a la Virgen Madre que alentaba la esperanza de los Discípulos preparemos la VENIDA DEL ESPÍRITU SANTO.