“¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?” (Lc 6,41).

 

Todos, más o menos conscientemente, vivimos en un mundo de excusas que nos impiden ver la gravedad de lo que hacemos. Continuamente encontramos atenuantes e incluso eximentes para nuestro comportamiento: estamos cansados, tuvimos un problema en el trabajo, hubo mucho tráfico antes de llegar a casa o incluso acudimos a excusas que hunden sus raíces en experiencias pasadas que nos marcaron negativamente. Esas excusas pueden tener valor y hacer que, efectivamente, lo que hacemos más deba ser visto con más indulgencia. Pero el riesgo es que esa indulgencia se convierta en complacencia, en tolerancia. Al final se cumple aquel viejo refrán. “Si no eres capaz de vivir como piensas, terminarás por pensar como vives”. Ante el remordimiento de la conciencia, terminamos por acallar esa conciencia con un aluvión de excusas.

A la vez, ese criterio no se aplica hacia el comportamiento del otro. Al contrario, somos exigentes con los demás quizá incluso en proporción directa a cuanto somos tolerantes con nosotros mismos. Ni siquiera pensamos en que, lo que a nosotros nos parece un atenuante le puede pasar al otro: También él puede estar sufriendo en el trabajo, estar cansado o haber pasado demasiado tiempo en un atasco de tráfico antes de llegar a casa. También él puede haber tenido una infancia difícil o a ver sido humillado en el colegio. Somos indulgentes con nosotros y severos con los demás.

Por eso el Señor nos invita a ponernos en el lugar del otro a fin de comprenderle y valorar con mayor justicia lo que hace. Que al menos los atenuantes que usamos con nuestras excusas, sirvan también para él. Dejemos a Dios que haga de Dios y que juzgue, al prójimo igual que a nosotros, pero mientras tanto, esforcémonos en luchar para hacer el mayor bien posible, confiando siempre en la misericordia de Dios.