No sé si los veremos en el siglo venidero.
Son hombres que no temen a la muerte porque la ven como el despertar.
No temen a la ruina económica porque les da la pobreza, cuyo valor es infinito.
No temen a las penalidades porque les regalan la paciencia, el premio de la salvación.
No temen el cansancio porque no es el precio de nada, sino un regalo de Dios.
No temen a la enfermedad porque aman a sus semejantes y expían por ellos los pecados de todos. ¿Recuerda el cuento del mercader encarcelado hasta que murió, por un crimen que no había cometido? "Dios lo ha dispuesto así: peno por mis pecados y por los de todos. Solo sufro por mi vieja mujer y mis hijos. Cuando Dios me perdone, lo sabré." Dios le perdonó antes de que le comunicasen el indulto concedido: murió, sí.
No temen a la tristeza porque les asemeja al Hijo en la agonía del último combate. De hecho, están contentos cuando pueden combatir con el Hijo y por el Hijo. Pero saben, no son ingenuos, que el enemigo les atacará con toda su fuerza. No se arrebatan almas a Lucifer sin derramar la sangre propia. Rezar es combatir. Si usted pide, de verdad, salvar el alma de su hermano, le lloverán tantos golpes y flechazos como recibió Frodo. Y no llegará sino destruido y agonizante al Monte del Destino. Rezar es la guerra.
No temen, pues, a la guerra porque saben que es forja de mártires, de héroes y de conversos. El último sablazo, aquella rúbrica de acero que salva toda una vida inicua y estéril. "Acuérdate de mí, cuando llegues a Tu Reino". Petia Rostov lanzado a la carga contra los franceses y el balazo en la cabeza: el de la santidad.
No temen a los gobiernos porque obedecen a Dios antes que a los hombres.
No temen la mofa, el desprecio y el insulto porque estos hombres saben que valen solo lo que valen para Dios y nada más. Tampoco temen la traición y la mentira: "¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?"
No temen. Y son por eso libres.
Son pocos. Se extinguen. Fueron españoles durante mil años.
Cuándo Él vuelva, ¿encontrará Fe sobre la tierra?