Juan Pablo II  fue el «Papa Magno». Cuando murió,  era frecuente oír esto: «El Papa Wojtyla ha dejado unos zapatos que será difícil que alguien pueda calzar sin que le vengan grandes». Benedicto XVI fue llamado al pontificado como alguien que tenía prestigio intelectual, acreditada honestidad moral y una hoja de servicios impecable.

Sin embargo, todos le veíamos como un «Papa de transición», como alguien que debía continuar la tarea iniciada por su predecesor y no durar mucho tiempo en el cargo debido a la edad que ya tenía. Nadie –salvo Dios, que todo lo sabe y lo prevé– podía imaginar que su pontificado estaría surcado por tantas tormentas y que iba a recibir tantos ataques y golpes bajos como está recibiendo.

He podido ver algunas imágenes suyas en estos días, sobre todo del Viernes Santo, y me ha impresionado su rostro, con esas ojeras profundas, así como el que para arrodillarse necesitara la ayuda de dos acólitos.

Ante los católicos y ante el mundo se ha desplegado un espectáculo; no el del ejemplo de un Papa que afronta heroicamente la ancianidad y la enfermedad, como fue el caso de Juan Pablo II, sino el de los estragos que causan en un hombre la calumnia y el odio. Por eso, viéndole así, a sus ochenta y tres años, he sentido la misma ternura y compasión que cuando contemplaba al Papa polaco en los últimos meses de su vida. Y he pensado: si aquél fue el «Papa grande», éste es el «Papa víctima», el «Papa mártir». Recemos por él. Defendámosle. Es un acto de justicia y nos va mucho en ello.