En la muerte de su Hijo, están los sufrimientos de Él, sus dolores. Por lo que llora Jesús, llora María. La dicha de Jesús es la gloria del Padre y la salvación de los hombre y es también la de ella. Porque qué mayor felicidad para una madre que la de un hijo y qué mayor dolor que sus dolores. En María más, porque su Hijo es con absoluta plenitud Hijo, pues es desde la eternidad Hijo del Padre, su filiación es divinamente pura. Pero además es el creador de su Madre y la ha elegido desde la eternidad como tal. Y ella, por ser su Hijo más Hijo, es más Madre que ninguna otra: es la Madre.
Y, porque así llora, recibe el consuelo de la Resurrección de Jesús. Y por ello también llora... de dicha. Su gloria la desborda y esta sobreabundancia de plenitud se muestra en lágrimas. Porque María no es un ángel y los hombres, hasta lo más celestial, lo vivimos corporalmente. Esas lágrimas de gozo por la Resurrección son un anticipo de la gloria de su cuerpo, de su Asunción.
Y esas lágrimas por el consuelo del domingo de Pascua son también fuente de dicha, porque dichosos son los que lloran. Y ese gozo es comienzo de espiral creciente, anticipo de la epéktasis celeste.