La infinita serpiente del tiempo

Desde hace milenios una significativa imagen representa el eterno retorno de las cosas, el ciclo cerrado del tiempo: se trata de una serpiente –o un dragón– que se muerde la cola formando un círculo sin principio ni fin.

Cuando estrenamos un nuevo Año y repetimos nuevamente palabras y gestos tantas veces formulados, podríamos pensar que en realidad no hay gran diferencia entre el día de ayer y el día de hoy, aunque el calendario marque el comienzo de un nuevo año de nuestra vida.

Uno de enero

Pero no es así. Un breve artículo de G. K. Chesterton –estupenda compañía para estos días de Navidad, y para todo el año– nos muestra por qué. Se titula "Uno de enero" y está contenido en el libro Lectura y locura (Lunacy and Letters, en la edición original inglesa):

"El año nuevo, al igual que otras cosas por el estilo, posee una extraordinaria importancia. Se trata de una arbitraria división del tiempo, de cortes repentinos e incesantes del tiempo por la mitad. Si tuviéramos delante una serpiente infinita, ¿qué podríamos hacer sino cortarla en dos? El tiempo es en apariencia infinito y, sin ninguna duda, también una serpiente. La verdadera razón del nacimiento de las épocas y estaciones, de las efemérides y aniversarios es que, de no existir, la serpiente del tiempo arrastraría su parsimonioso y enorme cuerpo por encima de todas nuestras impresiones sin dejarnos oportunidad de comprender con claridad el paso de una impresión a otra".

Necesitamos, dice el escritor inglés, estos cortes del tiempo, estas divisiones, para valorar las cosas que suceden, para comprender que son únicas e irrepetibles. Necesitamos sentir la incumbencia de un posible y repentino final para disfrutar y apreciar con asombro y gratitud cada encuentro y cada circunstancia:

"Estaría bien que temiésemos oír una campana al final de una puesta de sol. Sería bueno que creyéramos que el reloj podría sonar mientras estamos sumidos en el placer perfecto de la contemplación del mar y del cielo. Esa brusca conmoción haría que nuestras impresiones alcanzaran la más gozosa intensidad, convertiría el ancho cielo en un zafiro único y haría del ancho mar una sola esmeralda".

Y es que, "tras una larga experiencia del éxtasis de las impresiones, el hombre comprende la necesidad de imponer a nuestras sensaciones ese perfecto límite artístico". El instante que vivimos, como la obra de arte, necesita un marco, un límite que lo individualice y lo vuelva único a nuestros ojos. Es más, la propia certeza del fin de todas las cosas, incluidos nosotros mismos, es en el fondo un gran regalo que Dios nos hace:

"Sólo un poco más tarde comprende [el hombre] que el Dios en el que apenas cree ha creado, como perfecto artista que es, el límite artístico perfecto: la muerte".

Cada vez que despedimos un año de nuestra vida hacemos experiencia de este límite temporal que ha sido señalado a nuestros actos y a la vida del mundo. Y es necesario que así sea, porque:

"Dudo que el estoico más tenaz que jamás haya existido en el mundo fuera capaz de resistir la idea de un martes que siguiera a otro martes, luego otro martes, y martes a diario hasta el Día del Juicio, que pudiera ser al fin, por alguna extraña y singular misericordia, un miércoles".

¡Qué horrible pesadilla sería esta infinita repetición de un mismo día, de unos mismos hechos, aunque fueran placenteros o dichosos! Tendría razón entonces Unamuno al temer que incluso la eternidad, así concebida, fuera en realidad un insoportable y condenado aburrimiento.

Un nuevo comienzo para despertar a los hombres

Pero, gracias a Dios, el tiempo humano es tal que podemos "sufrir un sobresalto o sorpresa cada vez que algo se reanuda". En efecto:

"La finalidad del Año Nuevo no es un año nuevo. Es tener nueva alma y nueva nariz, pies nuevos, nueva espina dorsal, ojos nuevos, oídos nuevos. Es mirar por un instante una tierra imposible [...] La finalidad de las frías y duras definiciones del tiempo es prácticamente la misma que la de las duras y frías definiciones de la teología: despertar a los hombres [...] Si un hombre no fuera capaz de volver a nacer, jamás entraría en el Reino de los Cielos".

Necesitamos este renacimiento al que nos invita el Año Nuevo. Porque "tendemos a cansarnos de los esplendores más duraderos" y "una señal en nuestro calendario o unas campanadas a media noche nos recuerdan que hemos nacido hace sólo muy poco".

Por eso, ¡feliz Año Nuevo! El Señor nos asegura nuevos e irrepetibles días que habremos de estrenar, uno a uno. Y además, por su misericordia, una eternidad que no somos capaces de imaginar, pero que no será una triste y patética serpiente que se muerde la cola, sino eterna novedad, constante inicio e inagotable Amor.

 

Juan Miguel Prim

elrostrodelresucitado@gmail.com