Para Aristóteles, nuestra inteligencia se encuentra frente a las verdades más elevadas como los ojos de un ave nocturna frente al sol. Esto es precisamente lo que ocurre con el misterio de Dios: es inabarcable, incomprensible para nosotros, pero no porque sea oscuro, sino por exceso de luz. Ciertamente, hay cosas que podemos conocer de Dios, respecto de las cuales incluso podemos tener certeza —por ejemplo, nadie puede dudar de su misericordia o de su amor por nosotros—. Pero esas pocas cosas que sabemos de Él —que Él mismo ha revelado— distan mucho de hacernos capaces de abarcar en su totalidad el misterio de Dios. Respecto de Dios, siempre será más lo que desconocemos.
Una tentación que siempre estará al acecho de quienes se acercan a Dios es la de reducirlo a unas cuantas premisas. La intención puede ser legítima —por ejemplo, conocerlo mejor—. Pero lo que vicia esta intención es el afán de abarcarlo, de comprenderlo a fondo, de tener una respuesta para todo. Así, en el fondo, uno termina haciéndose un dios a su medida. Y en vez de conocer y adorar a Dios, uno termina postrándose frente a un ídolo que uno mismo se ha construido.
Jesús en la sinagoga
Esto es lo que le ocurrió a quienes escuchaban a Jesús en la sinagoga de Nazareth (Lucas 4, 21-30). Ellos habían visto crecer a Jesús —lo “conocían”, pues era “el hijo del carpintero”—, y por eso no entendían que se proclamara como el Mesías, aun cuando de su boca “salían palabras de gracia”. Es en este contexto que Jesús hace una afirmación solemne: “en verdad les digo que ningún profeta es bien recibido en su tierra”. Tal vez podríamos reformular esta frase de la siguiente manera: “Dios no es bien recibido donde se cree que ya se lo conoce.”
Nótese que quienes escuchaban a Jesús eran personas religiosas que “conocían” a Dios, pero que, al final, vivían más aferrados a su idea de dios que a Dios mismo. Y estaban tan afirmados —acaso cómodos— en su idea que juzgaban que Jesús no venía de Dios. En algo tenían razón: el Dios que anunciaba Jesús no era su dios. Al final, se habían hecho un dios a su medida.
Que Dios sea Dios
Hoy tampoco estamos lejos esta tentación, que se manifiesta cuando Dios se sale de nuestros esquemas y nos incomoda. Tal vez esto es lo que ocurre, por ejemplo, con aquellos que pretenden juzgar —y corregir— al Papa. Pretenden anteponer “su verdad” a la verdad de Dios, y terminan siendo germen de desunión. Tal vez esto ocurre también con aquellos que juzgan —y condenan en su corazón— a aquellos que pueden encontrarse en una situación de pecado difícil de revertir. No se tiene en cuenta que Dios no juzga como lo hacen los seres humanos, y tiene maneras misteriosas de hacerse presente en nuestras vidas manifestando su misericordia y su amor. Tal vez esto ocurre también respecto de uno mismo, cuando uno no entiende por qué las cosas suceden de tal o cual manera, creyendo que uno podría hacer que se dieran mejor.
Un testimonio hermoso que nos dejan los santos es el de la humildad. Y es precisamente aquellos santos que más brillaron en la Iglesia por su inteligencia quienes nos dejan mayores ejemplos de dicha virtud. Es el caso, por ejemplo, de Santo Tomás de Aquino, quien, en su lecho de muerte, somete todas sus obras al juicio de la Iglesia; una Iglesia conformada por gente con muchas menos luces que él —podría haber pensado alguno de los que presenciaban esa escena—. Y es que quien más se adentra en el conocimiento de Dios, más se hace consciente de la medida en la que lo supera el misterio, y por eso la humildad. En el fondo, volvemos a lo mismo: se trata de dejar que Dios sea Dios.