“Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor". (Mt 24, 42).
Empieza el Adviento y, con él, un nuevo año litúrgico. Comienza el tiempo dedicado a preparar la Navidad y, como todo comienzo, tiene mucho de novedad, a pesar de que lo que vamos a recordar y renovar -la venida del Hijo de Dios- es ya conocido por todos.
La actitud con la que la Iglesia nos invita a estrenar este tiempo de preparación es la de estar en vela, la de irnos poniendo en condiciones para que la llegada del Señor no nos coja ni desprevenidos ni poco preparados. Por eso, la “palabra de vida” de esta semana nos dice que deberíamos actuar como si en casa fuéramos a recibir a un invitado muy importante, el más importante, y como si corriéramos el riesgo de que, de no estar alerta, él pasara de largo sin detenerse. Claro que, para tener esta actitud, hace falta que nos interese de verdad su venida y acogerle en nuestra casa, hace falta que consideremos el encuentro con él como la mayor suerte que nos ha podido deparar la vida. Por desgracia, si ir a misa o comulgar estuviera unido a recibir dinero o tener unos gramos más de salud, seguro que habría muchos que no faltarían a la cita dominical. ¿Qué estaría yo dispuesto a hacer por un millón de euros? No habría sacrificio físico que despreciase, ni esfuerzo que no afrontase; no me importaría lo temprano que tuviese que sonar el despertador o la paciencia que tuviese que emplear con mi jefe. ¿Y por ti, Señor? ¿Es que no vales tú más que eso? ¿Es que tu amistad no tiene un valor mayor que el dinero? ¿Quién estaba a mi lado cuando me fallaron los amigos? ¿Quién estará cuando me llegue la muerte? ¿Quién ha hecho por mí tan solo una pequeña parte de lo que has hecho tú?
Cristo necesita que le quieras por él mismo y está esperando que le acojas como el mejor invitado.