Para que cuaje la pretensión de Aragón de constituirse en nacionalidad histórica es preceptivo que los inspiradores de la idea conviertan primero a Fernando el Católico en Vellido Dolfos, en un traidor que dio a Castilla su patria como dote cuando se desposó con Isabel en primeras nupcias. Para que cuaje la pretensión del laicismo de que España es un estado aconfesional es preceptivo convertir primero a la congregación benedictina del Valle de los Caídos en la guardia pretoriana de Franco ahora que, según dicen, además de impedir la exhumación de Franco, le sienta simbólicamente a su mesa entre laudes y vísperas.
La asociación para la memoria histórica ha denunciado ante el ministerio público que en la abadía se utiliza vajilla con el escudo del dictador, que es como denunciar al propietario de un sillón Luis XVI, no porque ponga los pies en el tapizado de lujo para atarse los cordones, sino porque cuando se acomoda para dar una cabezada homenajea a un rey absolutista. La denuncia es disparatada, pero como esto es España, den por seguro que el fallo se dirimirá en casación. Y que habrá más demandas contra religiosos. Raro será que no acabe en los tribunales el monje benedictino al que se le ocurra darse un chapuzón en Zaragoza por hacer apología subliminal de la batalla del Ebro.
Huelga decir que lo quiere la tropa atea es meter miedo a la congregación para que diga amén a sus pretensiones. Para conseguirlo, utiliza el viejo método de desvestir a un santo, pues, aunque San Benito no dé el perfil, toda fábula necesita un lobo. La fábula es el género literario del laicismo, ese sapo que, por envidia, escupe veneno a la luciérnaga, la Iglesia, que es junto a la justicia y la monarquía, una de los tres pilares que sostienen el modelo que el progresismo tradicional, el cáncer político de toda la vida, quiere dinamitar para que la sociedad no tenga más opción que escoger como credo el relativismo, es decir, el fascio. Al fin y al cabo, el símbolo anarquista no es más que una esvástica manipulada por un antisistema.